miércoles, 7 de enero de 2009

El Tribunal


Empieza otro año y la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña sigue sin publicarse. Se trata de un escándalo considerable. Hace ya dos años y medio que el texto fue votado. Pero, al parecer, aún no es tiempo suficiente. Se comprendería el retraso si los magistrados hubieran de reparar la sintaxis; pero su objetivo es sentenciar si el Estatuto se ajusta o no a la Constitución. El tiempo es decisivo en toda empresa humana. Se dice que cualquier periodista es un genio con cinco minutos de más; pero nunca los tiene. Tampoco los magistrados disponen de un siglo de más para que el tiempo y la costumbre resuelvan lo que ellos parecen incapaces de resolver. La barra libre temporal de los privilegiados magistrados constitucionales es auténticamente sonrojante, y una alegoría de precisión considerable sobre el estatuto de la Justicia en España. Cíclica e implacablemente se arremete contra los jueces de pequeñas y remotas instancias porque el trabajo se les acumula y sólo un titán informático (o un aguerrida limpiadora) parece capaz de encarar con garantías la situación. Pero, en cambio, nadie pide cuentas a esa élite perfectamente pagada, que disfruta de considerables privilegios y que cuenta con los mejores medios técnicos y humanos. Por supuesto, yo soy un gran defensor del privilegio. Hasta el punto de que me parece que alguien debería descolgarle siempre el teléfono a la presidenta, y evitarle malentendidos y molestias. Pero los privilegios son siempre la expresión del trabajo y del compromiso. No es el caso.

Es razonable pensar que la delgadez intelectual y jurídica del Estatuto, la veteranía técnica de sus señorías y los atajos de la informática podrían haber resuelto el asunto en unas pocas semanas. Y que si no ha sido así es porque la búsqueda del consenso político (externo e interno) está produciendo una dilatación formidable, ya muy embarazosa. El consenso político se centra, según parece, en la necesidad de producir, o mejor de segregar, una sentencia que evite la posibilidad de que el Tribunal aparezca a los ojos del pueblo como una instancia correctora del Pueblo, lo que sería suprema deslealtad, al decir de algunos leales. Pero ni siquiera en ese punto cardinal las angustias del Tribunal parecen justificadas. Esa presunta discrepancia entre Pueblo y Tribunal está viciada por un malentendido de base: y es que el Pueblo de referencia del Tribunal no es el pueblo catalán, sino el pueblo español, el único con el que el Tribunal no puede discrepar. Lo que dilucida el Tribunal es si un acuerdo tomado por una parte del Demos invalida normas que el conjunto del Demos se dio a sí mismo. La presunta discrepancia no es nada más que una forma, y escasamente sutil, de autodeterminación retórica. Sería interesante que los magistrados no se taparan sus vergüenzas con el pueblo. Es decir, que no hicieran política.

(Coda: «Aquellos que tienen juicio lo ejercen juzgando piedras tanto como juzgando hombres». Joubert.)

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