miércoles, 30 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (44)


Durante un debate parlamentario el nuevo líder de la derecha. Antonio Hernández Mancha, cuyas peticiones de apoyo había rechazado Suárez de forma reiterada, le dedicó con irónica altivez de abogado del estado unos versos contrahechos para la ocasión que atribuyó a santa Teresa de Jesús: "¿Qué tengo yo, Adolfo, que mi enemistad procuras?/¿Qué interés te aflige, Adolfo mío,/ que ante mi puerta, cubierto de rocío,/pasas las noches de invierno oscuro?". En cuanto hubo concluido de hablar su adversario, Suárez saltó de su escaño y pidió la palabra: aseguró que Hernández Mancha había recitado mal todos y cada uno de los versos del cuarteto, luego los recitó correctamente y para acabar dijo que su autor no era santa Teresa sino Lope de Vega; después, sin más comentarios, volvió a sentarse. Era la escena soñada por cualquier gallito de provincias con ganas de desquite: siempre había sido un parlamentario retraído y pedestre, pero acababa de abochornar en un pleno del Congreso y ante las cámaras de televisión a su comeptidor más directo, recordándoles a quienes durante años lo habían considerado un chisgarabís indocumentado que quizá no había leído tanto como ellos pero había leído lo suficente para hacer por su país muchas más cosas de las que ellos habían hecho, y recordándoles de paso que Hernández Mancha era sólo otro más de los muchos mequetrefes adornados de matrículas de honor con que se había medido en su carrera política y que, porque creían saberlo todo , nunca entenderían nada.

Anatomía de un instante. (43)


Tres días después del golpe de estado partió a unas largas vacaciones por Estados Unidos y el Caribe en compañía de su mujer y de un grupo de amigos, era la espantada comprensible de un hombre deshecho y hastiado hasta el límite, pero también era una mala manera de dejar la presidencia, porque significaba abandonar a su sucesor. No le traspasó sus poderes, no le dejó una sola indicación ni le dio un solo consejo, y lo único que encontró Leopoldo Calvo Sotelo en su despacho de la Moncloa fue una caja fuerte con sus secretos de gobernante pero cuyo único contenido resultó ser, según comprobó después de que la forzaran los cerrajeros, un papel doblado en cuatro partes donde Suárez había anotado de su puño y letra la combinación de la caja fuerte, como si hubiera querido gastarle una broma a su sutituto o como si hubiera querido revelarle que en realidad sólo era un histrión camaleónico sin vida interior o personalidad definida y un ser transparente cuyo secreto más recóndito consistía en que carecía de secreto.

martes, 29 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (42)


¿Son los vicios privados de un político virtudes públicas? ¿Es posible llegar al bien a través del mal? ¿Es insuficiente o mezquino juzgar éticamente a un político y sólo hay que juzgarlo políticamente? ¿Son la ética y la política incompatibles y es un oxímoron la expresión ética política? Al menos desde Platón la filosofía ha discutido el problema de la tensión entre medios y fines, y no hay ninguna ética seria que no haya preguntado si es lícito usar medios dudosos, o peligrosos, o simplemente malos, para conseguir fines buenos. Maquiavelo no tenía ninguna duda de que era posible llegar al bien a través del mal, pero un casi contemporáneo suyo, Michel de Montaigne, fue todavía más explícito. "El bien público requiere que se traicione y que se mienta, y que se asesine", por eso ambos consideraban que la política debía dejarse en manos de "los cudadanos más vigorosos y menos timoratos, que sacrificaban el honor y la conciencia por la salvación de su país". Max Weber se planteó la cuestión en términos semejantes. Weber no piensa que ética y política sean exacyamente incompatibles, pero sí que la ética del político es una ética específica, con efectos secundarios letales. Frente a la ética absoluta, que denomina "ética de la convicción" y que se ocupa de la bondad de los actos sin reparar en sus consecuencias -Fiat iustitia et pereat mundus-, el político practica una ética relativa, que Weber denomina "ética de la responsabilidad" y que en vez de ocuparse sólo de la bondad de los actos se ocupa sobre todo de la bondad de las consecuencias de los actos. Ahora bien, si el medio esencial de la política es la violencia, según piensa Weber, entonces el oficio de político consiste en usar medios perversos para, ateniéndose a la ética de la responsabilidad, conseguir fines beneficiosos: de ahí que para Weber el político sea un hombre perdido que no puede aspirar a la salvación de su alma, porque ha pactado con el diablo al pactar con la fuerza del poder y está condenado a sufrir las consecuencias de ese pacto abominable. De ahí también, añadiría yo, que el poder se parezca a una sustancia abrasiva que deja a su paso un yermo tanto más extenso cuanto mayor es la cantidad que se acumula, y de ahí que todo político puro termine tarde o temprano pensando que ha sacrificado su honor y su conciencia por la salvación de su país, porque tarde o temprano comprende que ha vendido su alma, y que no va a salvarse.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (41)


Además de los éxitos políticos que cosechó, esto último quizá explique que durante años tanta gente lo admira y no dejara de votarle; quiero decir que no es verdad que la gente votase a Suárez porque se engañara sobre sus defectos y limitaciones, o porque Suárez consiguiera engañarles: le votaban en parte porque era como a ellos les hubiera gustado ser, pero sobre todo le votaban porque, menos por sus virtudes que por sus defectos, era igual que ellos. Así era más o menos la España de los años setenta: un país poblado de hombres vulgares, incultos, trapaceros, jugadores, mujeriegos y sin muchos escrúpulos, provincianos con moral de supervivientes educados entre Acción Católica y Falange que habían vivido con comodidad bajo el franquismo, colaboracionistas que ni siquiera hubiesen admitido su colaboración pero en secreto se avergonzaban cada vez más de ella y que confiaron en Suárez porque sabían que aunque quisiera ser el más justo y el más moderno y el más audaz -o precisamente porque quería serlo-, nunca dejaría de ser uno de los suyos y nunca les llevaría a donde no quiseran ir. Suárez no los defraudó: construyó para ellos un futuro, y construyéndolo limpió su pasado, o untentó limpiarlo. Si bien se mira, en este punto el extraño destino de Suárez también se asemeja al de Bardone: gritando "¡Viva Italia!" ante el pelotón de fusilamiento en un amanecer nevado, Bardone no sólo se redimía él, sino que de algún modo redimía a todo su país de haber colaborado masivamente con el fascismo; permaneciendo en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo durante la tarde del 23 de febrero, a todo su país de haber colaborado masivamente con el franquismo. Quién sabe: quizá por eso -quizá también por eso- Suárez no se tiró.

Anatomía de un instante. (40)


El penúltimo día de diciembre de 1980 El país pintaba un cuadro de fin del mundo en el que el desbatrajuste territorial auguraba una solución violenta, después de acusar de irresponsabilidad a todos los partidos políticos sin excepción y de reprocharles su ignorancia culpable del punto de llegada del Estado de las Autonomías, o su interesado desinterés por definirlo, concluía el editorial: "una desconposición política menos grave que la que aquí (...) se apunta llevó a Companys a sublevarse, el 6 de octubre de 1934, contra un gobierno central de coalición derechista, y a una fracción socialista a promover la desesperada intentona de Asturias". Puesto que ese era el diagnóstico prerrevolucionario del periódico que mejor representaba a la izquierda española, tal vez cabría preguntarse si gran parte de la sociedad democrática no les estaba proporcionando a los golpistas excusas diarias con que reafirmar su certeza de que el país se hallaba en una situación de máxima emergencia que exigía soluciones de máxima emergencia ; tal vez cabría preguntarse incluso -es sólo una manera más incómoda de formular la misma pregunta- si gran parte de la sociedad democrática no se confabuló a su pesar para facilitarles involuntariamente la tarea a los enemigos de la democracia.

Anatomía de un instante. (39)


Suárez se apresuró a conceder la autonomía a todos los territorios, incluidos aquellos que nunca la habían solicitado porque carecían de conciencia o ambición de singularidad, con el corolario de que antes incluso de que se celebrara el referéndum constitucional aparecieran casi de un día para otro catorce gobiernos preautonómicos y empezaran a discutirse catorce estatutos de autonomía cuya aprobación hubiera exigido celebrar a toda prisa decenas y decenas de referendos y elecciones regionales en medio de una floración improvisada de particularismos vernáculos y de una guerra larvada de recelos y agravios comparativos entre comunidades. Era más de lo que un estado secularmente centralista podía soportar en pocos meses sin amenazar con desarbolarse, y empezó a cundir la alarma incluso entre los nacionalsitas y los partidarios más entusiastas de la descentralización ante una huida hacia delante cuyo final nadie vislumbraba y cuyas consecuencias casi todos empezaron a temer.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (38)


No hubiera debido ocurrir, porque la idea de Estado de las Autonomías era por lo menos tan válida como la de los pactos de la Moncloa y casi tan necesaria como la de elaborar una Constitución. Tal vez Suárez no sabía una sola palabra de historia, según repetían sus detractores, pero lo que sí sabía es que la democracia no iba a funcionar en España si no satisfacía las aspiraciones del País vasco, Cataluña y Galicia a ver reconocidas sus singularidades históricas y lingüísticas y a gozar de una cierta autonomía política. El título VIII de la Constitución, donde se define la organización territorial del estado, pretendía responder a esas antiguas demandas; previsiblemente, su redacción encendió una batalla entre los partidos políticos cuyo saldo fue un texto híbrido, confuso y ambiguo que dejaba casi todas las puertas abiertas y que, para ser aplicado con un éxito inmediato, hubiera exigido una astucia, una sutileza, una capacidad de conciliar lo inconciliable y una intuición histórica o un sentido de la realidad que hacía principios de 1979 Suárez perdía ya de forma acelerada.
Todo empezó mucho antes de la aprobación de la Constitución y empezó bien, o como mínimo empezó bien para Suárez, que realizó en Cataluña un nuevo pase de magia. A fin de conjurar el peligro de que la izquierda que había ganado allí las elecciones generales formara un gobierno autonómico de izquierdas, Suárez se sacó de la manga a Josep Tarradellas, el último presidente del gobierno catalán en el exilio, un viejo político pragmático que garantizaba a la vez el apoyo de todos los partidos catalanes y el respeto a la Corona, el ejército y la unidad de España, de forma que su regreso en octubre de 1977 tradujo el restablecimiento tras cuarenta años de una institución republicana en una herramienta legitimadora de la monarquía parlamentaria y en una victoria del gobierno de Madrid. En Galicia las cosas no funcionaron tan bien, y en el País Vasco aún menos.

Anatomía de un instante. (37)


Si en la televisión fue casi siempre imbatible, porque la dominaba mejor que cualquier político, en el mano a mano lo era todavía más: podía sentarse a solas con un falangista, con un tecnócrata del Opus o con un guerrillero de Cristo Rey y el falangista, el tecnócrata y el guerrillero se despedían de él con la certeza de que en el fondo era un guerrillero, un falangista o un defensor del Opus, podía sentarse con un militar y, recordando sus tiempos de alférez de complemento, decir: No te preocupes, en el fondo sigo siendo un militar; podía sentarse con un monárquico; podía sentarse con un democristiano y decir: En realidad, siempre he sido un democristiano; podía sentarse con un socialdemócrata y decir: Lo que yo soy, en el fondo, es un socialdemócrata; podía sentarse con un socialista o un comunista y decir: Comunista no soy, no (o socialista), pero soy de los tuyos, porque mi familia fue republicana y en el fondo yo no he dejado de serlo. A los franquistas les decía: hay que ceder poder para ganar legitimidad y conservar el poder; a la oposición democrática le decía: Yo tengo el poder y vosotros la legitimidad: tenemos que entendernos.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (36)


Tal vez Suárez no había leído a Maquiavelo, pero siguió a rajatabla su consejo, y en cuanto fue nombrado presidente del gobierno empezó a correr un sprint de golpes de efecto con tal rapidez y seguridad en sí mismo que nadie encontró razones, recursos o ánimos con que frenarlo: al día siguiente de su toma de posesión leyó un mensaje televisado en que, con un lenguaje, con un tono y unas formas de político incompatible con el andrajoso almidón del franquismo, prometía concordia y reconciliación a través de una democracia en la que los gobiernos fueran "el resultado de la voluntad de la mayoría de españoles", y al otro día formó con la ayuda de su vicepresidente Alfonso Osorio un gabinete jovencísimo compuesto por falangistas y por democristianos bien relacionados con la oposición democrática y con los poderes económicos; un día presentaba una declaración programática casi rupturista en la que el gobierno se compormetía a "la devolución de la soberanía al pueblo español" y anunciaba elecciones generales antes del 30 de junio del año próximo, al día siguiente reformaba por decreto el Código penal que impedía la legalización de los partidos y al día siguiente decretaba una amnistía para los delitos políticos; un día declaraba la cooficialidad de la lengua catalana proscrita hasta entonces y al día siguiente declaraba legal la proscrita bandera vasca; un día anunciaba una ley que autorizaba a derogar las Leyes Fundamentales del franquismo y al día siguiente conseguía que la aceptasen las Cortes franquistas y al día siguiente convocaba un referéndum para aprobarla y al día siguiente lo ganaba, un día suprimía por decreto el Movimiento nacional y al día siguiente ordenaba retirar de noche y a escondidas los símbolos falangistas de las fachadas de todos los edificios del Movimiento Nacional y al día siguiente legalizaba por sorpresa el partido comunista y al día siguiente convocaba las primeras elecciones libres en cuarenta años. Ésa fue su forma de proceder durante su primer gobierno de once meses. Tomaba una decisión inusitada y, cuando el país todavía intentaba asimilarla, tomaba otra decisión más inusitada, y luego otra más inusitada todavía, y luego otra más; improvisaba constantemente, arrastraba a los acontecimientos, pero también se dejaba arrastar por ellos, no daba tiempo para reaccionar, ni para urdir algo contra él, ni para advertir la disparidad entre lo que hacía y lo que decía, ni siquiera para asombrarse, o no más del que se daba a sí mismo: casi lo único que podían hacer sus adversarios era mantenerse en suspenso, intentar antender lo que hacía y tratar de no perder el paso.

Anatomía de un instante. (35)


El 18 de febrero de 1981, cinco días antes del golpe de estado, el periódico El País publicó un editorial en el que comparaba a Adolfo Suárez con el general De la Rovere. Era otro cliché, o casi: en el pequeño Madrid del poder de principios de los ochenta -en ciertos círculos de la izquierda de ese pequeño Madrid- comparar a Suárez con el colaboracionista italiano del nazismo convertido en héroe de la resistencia que protagonizaba una vieja película de Roebrto Rossellini era casi tan común como mencionar el nombre del general Pavía cada vez que se mencionaba la amenaza de un golpe de estado. Pero, aunque hacía tres semanas que Suárez había dimitido de su cargo de presidente y este hecho tal vez invitaba a olvidar los errores y recordar los aciertos del hacedor de la democracia, el periódico no recurría a la comparación para ensalzar la figura de Suárez, sino para denigrarla. el editorial era durísimo. Se titulaba "Adiós, Suárez, adiós" y contenía no sólo reproches implacables a su pasividad como presidente en funciones, sino sobre todo una enmienda global de su gestión al frente del gobierno; el único mérito que parecía reconocerle consistía en haberse investido de la dignidad de un presidente democrático para frenar durante años a los restos del franquismo, "como un general De la Rovere convencido y transmutado en su papel de defensor de la democracia". pero acto seguido el periódico le regateaba a Suárez ese honor de consolación y lo acusaba de haberse rendido con su renuncia al chantaje de la derecha. "El general De la Rovere murió fusilado -concluía-, y Suárez se ha ido deprisa y corriendo, con un sinfín de amarguras y con muy pocas agallas".

viernes, 25 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (34)



¿Qué es un político puro? ¿Es lo mismo un político puro que un gran político, o que un político excepcional? ¿Es lo mismo un político excepcional que un hombre excepcional, o que un hombre éticamente irreprochable, o que un hombre simplemente decente? Es muy probable que Adolfo Suárez fuera un hombre decente, pero no fue un hombre éticamente irreprochable, ni tampoco un hombre excepcional, o no al menos lo que suele considerarse un hombre excepcional; fue sin embargo, hechas las sumas y las restas, el político español más contundente y resolutivo del siglo pasado.
Hacia 1927 Ortega y Gasset intentó describir al político excepcional y acabó tal vez describiendo al político puro. Éste, para Ortega, no es un hombre éticamente irreprochable, ni tiene por qué serlo (Ortega considera insuficiente o mezquino juzgar éticamente al político: hay que juzgarlo políticamente); en su naturaleza conviven alguna cualidades que en abstracto suelen considerarse virtudes con otras que en abstracto suelen considerarse defectos, pero aquéllas no le son menos consustanciales que éstos. Enumero algunas virtudes: la inteligencia natural, el coraje, la serenidad, la garra, la astucia, la resistencia, la sanidad de los instintos, la capacidad de conciliar lo inconciliable. Enumero algunos defectos: la impulsividad, la inquietud constante, la falta de escrúpulos, el talento para el engaño, la vulgaridad o ausencia de refinamiento en sus ideas y sus gustos, también, la ausencia de vida inerior o de personalidad definida, lo que le convierte en un histrión camaleónico y un ser transparente cuyo secreto más recóndito consiste en que se carece de secreto. El político puro es lo contrario de un ideólogo, pero no es sólo un hombre de acción, tampoco es exactamente lo contrario de un intelectual: posee el entusiasmo del intelectual por el conocimiento, pero lo ha invertido por entero en detectar lo muerto en aquello que parece vivir y en afinar el ingrediente esencial y la primera virtud de su oficio: la intuición histórica.

Anatomía de un instante. (33)


En todo caso, Suárez no ignoraba cómo usar su mano izquierda, pero no siempre consideraba que debiera usarla con los militares, y desde el mismo día en que se convirtió en presidente y sobre todo a medida que fue afianzándose en el cargo tendió a recordarles sin más sus obligaciones con órdenes o desplantes: por eso le gustaba bajarles los humos a los generales haciéndoles esperar a la puerta de su despacho y no vacilaba en encararse con cualquier militar que pusiera en entredicho su autoridad o le faltara al respeto (o le amenazara: en septiembre de 1976, durante una violentísima discusión en el despacho de Suárez, que acababa de aceptar o de exigir su dimisión como vicepresidente del gobierno, el general De Santiago le dijo: "Te recuerdo, presidente, que en este país ha habido más de un golpe de estado". "Y yo te recuerdo, general -le contestó Suárez-, que en este país sigue existiendo la pena de muerte"); por eso tuvo el valor de tomar decisiones vitales como la legalización del partido comunista sin contar con la aprobación del ejército y contra su parecer casi unánime; y por eso el anecdotario del 23 de febrero rebosa de ejemplos de su tajante negativa a dejarse amedrentar por los rebeldes o a ceder un solo centímetro de su poder de presidente del gobierno. Algunos de tales ejemplos son invencines de la hagiografía de Suárez, dos de ellos son sin duda ciertos. El primero ocurrió durante la madrugada del día 23, en el pequeño despacho cercano al hemiciclo donde Suárez fue reluido a solas tras su intento de parlamentar con los golpistas. Según el testimonio de los guardias civiles que lo custodiaban, en determinado momento irrumpió en el despacho el teniente coronel Tejero y sin mediar palabra sacó de su funda su pistola y le puso el cañón en el pecho, la respuesta de Suárez consistió en levantarse de su asiento y en formular por dos veces en la cara del oficial rebelde la misma orden taxativa: "¡Cuádrese!". La segunda anécdota ocurrió en la tarde del día 24, una vez fracasado el golpe, durante una reunión de la Junta de Defensa Nacional en la Zarzuela, bajo la presidencia del Rey; fue entonces cuando Suárez comprendió que Armada había sido el principal cabecilla del golpe y, tras escuchar las pruebas que inculpaban al antiguo secrtario del Rey, entre ellas la grabación de las conversaciones telefónicas de los ocupantes del Congreso, el presidente ordenó al general Gabeiras que lo arrestara en el acto. Gabeiras pareció dudar -era el superior inmediato de Armada en el Cuartel General del ejército, apenas se había separado de él en toda la noche y la medida debió de parecerle prematura y desproporcionada-; luego el general miró al Rey buscando una ratificación o un desmentido a la orden de Suárez, quien, porque sabía muy bien quién era el auténtico jefe del ejército, fulminó al general con dos frases furiosas: "No mire al Rey. Mireme a mí".

jueves, 24 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (32)


En el fondo Milans tenía razón (como la tenían los ultraderechistas y los ultraizquierdistas de la época): en la España de los años setenta la palabra reconciliación era un eufemismo de la palabra traición, porque no había reconciliación sin traición o por lo menos sin que algunos traicionasen. Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo lo hicieron más que nadie, y por eso muchas veces se oyeron llamar traidores. En cierto modo lo fueron: traicionaron su lealtad a un error para construir su lealtad a un acierto; traicionaron a los suyos para no traicionarse a sí mismos; traicionaron el pasado para no traicionar el presente. A veces sólo se puede ser leal al presente traicionando el pasado. A veces la traición es más difícil que la lealtad. A veces la lealtad es una forma de cobardía. A veces la lealtad es una forma de traición y la traición una forma de lealtad. Quizá no sabemos con exactitud lo que es la lealtad ni lo que es la traición. Tenemos una ética de la leltad, pero no tenemos una ética de la traición. El héroe de la retirada es un héroe de la traición.

Anatomía de un instante. (31)


Se dice que cuando el presidente del consejo de Guerra que juzgaba a José Sanjurjo por el intento de golpe de estado de agosto de 1932 le preguntó al general quién respaldaba su intentona la respuesta del militar fue la siguiente: "Si hubiera triunfado, todo el mundo". Y usted el primero, señoría". Es mejor no engañarse: lo más probable es que, si hubiera triunfado, el golpe del 23 de febrero hubiese sido aplaudido por una parte apreciable de la ciudadanía, incluidos políticos, organizaciones y sectores sociales que lo condenaron una vez que fracasó; años después del 23 de febrero Leopoldo Calvo Sotelo lo dijo así. "Qué duda cabe que si hubiera triunfado Tejero y hubiera habido un golpe de Armada, pues a lo mejor la manifestación en su apoyo no hubiera sido de un millón de personas, como lo fue la del día 27 en Madrid en apoyo de la democracia aunque quizá hubiera sido de ochocientas mil gritando: ¡Viva Armada!". Esto es lo que esperaban los golpistas, y no era una esperanza infundada, que confiaran en la aprobación de la sociedad civil no significaba sin embargo, insisto, que estuviesen dirigidos por civiles: aunque la ultraderecha clamaba por un golpe de estado, el 23 de febrero no exisitió una trama civil tras la trama militar o, si existió, quien la urdió no fue sólo la ultraderecha, sino también toda una clase dirigente inmadura, temeraria y ofuscada que, en medio de la apatía de una sociedad desengañada de la democracia o del funcionamiento de la democracia tras las ilusiones del final de la dictadura, creó las condiciones propicias para el golpe. Pero esa trama civil no estaba detrás de la trama militar: estaba detrás y delante y alrededor de la trama militar. Esa trama civil no era la trama civil del golpe: era la placenta del golpe.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (30)


Después del golpe de estado la estrella política de Santiago Carrillo se eclipsó con rapidez. Había construido la democracia y se había jugado el tipo por ella en la tarde del 23 de febrero, pero la democracia había dejado de necesitarlo o ya no quería saber nada de él; su propio partido tampoco. A lo largo de 1981 el PCE continuó debatiéndose en la maraña de conflictos intestinos qque lo desgarraban desde que cuatro años atrás su secretario general anunciara el abandono de las esencias leninistas del partido; aferrado a su cargo y a su vieja y autoritaria concepción del poder, Carrillo trató de conservar la unidad de los comunistas bajo su mando a base de purgas, sanciones y expedientes disciplinarios. El resultado de este ensayo de catarsis fue lamentable: los expedientes, sanciones y purgas provocaron más purgas, más sanciones y más expedientes, y hacia el verano de 1982 el PCE era un partido en trance de desmoronarse, con menos de la mitad de los militantes con que contaba apenas cinco años atrás y con una presencia social cada vez más reducida y precaria, roto en tres pedazos -los prosoviéticos, los renovadores y los carrillistas- e irreconocible para quien hubiera pertenecido a él en la exuberancia clandestina del tardofranquismo, cuando era el primer partido de la oposición, o en el optimismo inical de la democracia, cuando aún parecía destinado a serlo. El propio Carrillo resultaba irreconocible: atrás había quedado el héroe de la defensa de Madrid, el mito de la lucha antifranquista, el líder internacionalmente respetado, el símbolo del nuevo comunismo europeo, el secretario general investido de la autoridad de un semidiós y el estratega capaz de convertir cualquier derrota en victoria, el fundador de la democracia a quien sus propios advesarios consideraban un estadista sólido, lúcido, pragmático, necesario; ahora era apenas el capitoste nervioso y a la defensiva de un partido tangencial, enzarzado en abstrusos debates ideológicos y en peleas internas donde la ambición se disfrazaba de pureza de principios y el rencor acumulado de anhelos de cambio, un político menguante con maneras de brontosaurio comunista y lenguaje avejentado de "aparatchik", perdido en un laberinto autofágico de paranoias conspirativas.

martes, 22 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (29)


Igual que sus compañeros, durante las primeras horas de encierro en el salón de los relojes Carrillo pensó que iba a morir. Pensó que debía prepararse para morir. Pensó que estaba preparado para morir y al mismo tiempo que no estaba peparado para morir. Temía al dolor. Temía que sus asesinos se rieran de él. Temía flaquear en el último instante. "No será nada -pensó, buscando coraje-. Será sólo un momento: te pondrán una pistola en la cabeza, dispararán y todo habrá terminado." Quizá porque no es la muerte sino la incertidumbre de la muerte lo que nos resulta intolerable, este último pensamiento lo sosegó; dos cosas más lo sosegaron: una era el orgullo de no haber obedecido la orden de los miliraes rebeldes permaneciendo en su escaño mientras la balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo, la otra era que la muerte iba a librarlo del tormento al que lo estaban sometiendo sus compañeros de partido. "Qué tranquilo te vas a quedar -pensó-. Qué descanso no tener que tratar nunca más con tanto cabrón y tanto irresponsable. Qué descanso no tener que sonreírles nunca más." Apenas empezó a pensar que quizá no iba a morir regresó el desasosiego. No recordaba exactamente cuándo había ocurrido (tal vez cuando entró por la claraboya el ruido de unos aviones sobrevolando el Congreso; tal vez cuando Alfonso Guerra regresó del baño haciendo muecas de ánimo a escondidas; sin duda conforme pasaba el tiempo y no llegaban noticias de la autoridad militar anunciada por los golpistas); lo único que recordaba es que, una vez que hubo aceptado que podía no morir, su mente se convirtió en un remolino de conjeturas.

Anatomía de un instante. (28)


Igual que ocurrió con Suárez, el inicio del declive de la carrera política de Carrillo se produjo en el momento exacto de su apogeo. En noviembre de 1977, durante su viaje triunfal por Estados Unidos, Carrillo anunció sin consultar a su partido que en su próximo congreso el PCE, abandonaría el leninismo. En el fondo, se trataba de la consecuencia lógica del desmontaje o demolición o socavamiento de los principios comunistas que había iniciado años antes -la consecuencia lógica del intento de realizar el oxímoron del comunismo democrático que denominaba eurocomunismo-, pero si meses atrás aceptar la monarquía y la bandera rojigualda había sido difícil para muchos, el brusco abandono del vector ideológico invariable del partido a lo largo de su historia todavía lo era más, porque suponía un viraje tan radical que colocaba en la práctica al PCE en el límite del socialismo (o de la socialdemocracia) y mostraba además que la democratización de puertas afuera no suponía su democratización de puertas adentro: el secretario general seguía dictando sin restricciones la política del PCE y gobernándolo de acuerdo con el llamado centralismo democrático, un método estaliniano que no tenía nada de democrático y lo tenía todo de centralista, porque se basaba en el poder omnímodo del secretario general, en la extrema jerarquización del aparato organizativo y en la obediencia acrítica de la militancia. Fue entonces cuando empezó a resquebrajarse a ojos vista la unanimidad del partido y cuando Carrillo advirtió con asombro que su autoridad empezaba a ser discutida por sus camaradas: unos -los llamados renovadores- rechazaban su individualismo y sus métodos autoritarios y exigían mayor democracia interna, mientras que otros -los llamados prosoviéticos- rechazaban su revisionismo ideológico y su enfrentamiento con la Unión Soviética y exigían el retorno a la ortodoxia comunista; tanto unos como otros criticaban su apoyo imperturbable al gobierno de Adolfo Suárez y su ambición imperturbable de coaligarse con él.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (27)


No se produjo el golpe de estado, aunque el golpe del 23 de febrero empezó a fraguar entonces -porque los militares no le perdonaron a Suárez la legalización de los comunistas y a partir de aquel momento no dejaron de conspirar contra el presidente traidor-, pero el PCE sólo digirió con muchas dificultades tanto pragmatismo y tanta concesión arrancada con la amenaza del golpe de estado. Según las previsiones de Carrillo, el fruto de su prudencia pactista del último año y de medio siglo de monopolio del antifranquismo sería un triunfo electoral de millones de votos que convertiría a su partido en el segundo del país tras el partido de Suárez y los convertiría a él y a Suárez en los dos grandes protagonistas de la democracia, no fue así: igual que una momia que se deshace al ser exhumada, en las elecciones del 15 junio de 1977 el PCE apenas sobrepasó el nueve por ciento de los sufragios, menos de la mitad de los esperado y menos de la tercera parte de lo obtenido por el PSOE, que asumió por sorpresa el liderazgo de la izquierda porque supo absorber la cautela y el desencanto de muchos simpatizantes comunistas y también porque ofrecía una imgaen de juventud y modernidad frente a los envejecidos candidatos del PCE procedentes del exilio, la vieja guardia comunista que empezando por el propio Carrillo evocaba en los votantes el pasado espantable de la guerra y bloqueaba la renovación del partido con los jóvenes comunistas del interior. Aunque Carrillo nunca se sintió derrotado, Suárez había ganado de nuevo. Para el presidente del gobierno la legalización del PCE fue un éxito en toda regla, porque hizo creíble la democracia integrando en ella a los comunistas, atajó a quien consideraba su rival más peligroso en las urnas y consiguió un aliado duradero; para el secretario general de los comunistas no fue un fracaso, pero tampoco fue el éxito que esperaba: aunque la legalización del PCE aseguró que la reforma de Suárez era de verdad una ruptura sería una democracia verdadera, las cesiones obligadas por la forma en que se llevó a cabo, aabandonando los símbolos y diluyendo los postulados tradicionales de la organización, sirvieron para alejar el sueño de hacer del partido comunista el partido hegemónico de la izquierda. La respuesta del PCE a este fiasco electoral fue la que quizá cabía esperar de una organización marcada por una historia de asentimiento a los dictados del secretario general e imbuida de su inapelable misión histórica por una ideología en retirada. En vez de admitir sus errores a la luz de la realidad con el fin de corregirlos, atribuirle a la realidad sus propios errores. El partido se convenció (o más exactamente el secretario general convenció al partido) de que no había sido él sino los votantes quien se había equivocado.

Anatomía de un instante. (26)


Ocurrió el sábado 9 de abril, a poco más de un mes de la reunión entre ambos líderes, en plena desbandada de Semana Santa y después de que Suárez, sabedor de que la opinión pública había cambiado velozmente en favor de la medida que se disponía a adoptar, buscara todavía protegerse conra la cólera previsible de los miltares y la ultraderecha con un dictamen jurídico de la Junta de Fiscales que abonaba la legalización, Carrillo también lo protegió, o hizo lo posible por protegerlo. Aconsejado por Suárez, el secretario general se había marchado de vacaciones a Cannes, donde la misma mañana del sábado supo por José Mario Armero que la legalización era inmediata y que Suárez le pedía dos cosas: la primera es que, para no irritar todavía más al ejército y a la ultraderecha, el partido celebrase sin estridencias el acontecimiento; la segunda es que, para evitar que el ejército y la ultraderecha pudieran acusar a Suárez de complicidad con los comunistas, una vez difundida la noticia Carrillo hiciese una declaración pública en la que criticase a Suárez o por lo menos se distanciase de él. Carrillo cumplió: los comunistas festejaron discretamente la noticia y su secretario general compareció ese mismo día ante la prensa para pronunciar unas palabras pactadas con el presidente del gobierno. "Yo no creo que el presidente Suárez sea un amigo de los comunistas -proclamó Carrillo-. Le considero más bien un anticomunsita, pero un anticomunista inteligente que ha comprendido que las ideas no se destruyen con represión e ilegalizaciones. Y que está dispuesto a enfrentar a las nuestras las suyas". No bastó. Durante los días posteriores a la legalización el golpe de estado parece inminente. Suárez vuelve a recurrir a Carrillo; carrillo vuelve a cumplir. Al mediodía del 14 de abril, mientras en un local de la calle Capitán Haya Santiago celebra el Comité Central del PCE su primera reunión ilegal en España desde la guerra civil, José María Armero convoca a Jaime Ballesteros, su contacto con los comunistas, en la cafetería de un hotel cercano. Ahora mismo la cabeza de Suárez no vale un duro, le dice Armero a Ballesteros. Los militares están a punto de levantarse. O nos echáis una mano o nos vamos todos a la mierda. Ballesteros habla con Carrillo y al día siguiente, durante la segunda jornada de la reunión del Comité Central, el secretario general interrumpe la sesión para lanzar un mensaje dramático. "Nos encontramos en la reunión más difícil que hayamos tenido hasta hoy desde la guerra -dice Carrillo en medio de un silencio glacial-. En estas horas, no digo en estos días, digo en estas horas, puede decidirse si se va hacia la democracia o si se entra en una involución gravísima que afectará no sólo al partido y a todas las fuerzas democráticas de oposición, sino también a los reformistas e institucionales...Creo que no dramatizo, digo en este minuto lo que hay." Acto seguido y sin embargo de que nadie reaccione, como si lo hubiera escrito él Carrillo lee un papel tal vez redactado por el presidente del gobierno que le ha entregado Armero a Ballesteros y que contiene la renuncia solemne y sin condiciones a algunos de los símbolos que han representado al partido desde sus orígenes y la aceptación de los que el ejército considera amenazados con su legalización: la bandera rojigualda, la unidad de la patria y la monarquía. Perplejos y temerosos, acostumbrados a obedecer sin rechistar a su primer mandatario, los miembros del Comité Central aprueban la revolución impuesta por Carrillo y el partido se apresura a dar la buena nueva en una conferencia de prensa en la que su equipo dirigente aparece recortado contra una asombrosa, descomunal e improvisada bandera monárquica.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (25)


El vencedor fue Suárez, quien apenas concluyeron los apretones de manos y las bromas de presentación desarmó a Carrillo hablándole de su abuelo republicano, de su padre republicano, de los muertos republicanos de su familia de perdedores de la guerra, y luego lo remató con protestas de modestia y con elogios de su experiencia política y su categoría de estadista; derrotado, Carrillo prodigó palabras de comprensión, de realismo y de cautela destinadas a tratar una vez más de convencer a su interlocutor de que él y su partido no sólo no constituían un peligro para su proyecto de democracia, sino que con el tiempo se convertirían en su principal garantía de éxito. El resto de la entrevista estuvo consagrado a hablar de todo y a no comprometerse a nada salvo a continuar respaldándose mutuamente y a consultarse las decisiones de importancia, y cuando los dos hombres se separaron de madrugada ninguno de ellos albergaba ya la menor duda: ambos podían confiar en la lealtad del otro, ambos eran los dos únicos políticos reales del país; ambos, una vez legalizado el PCE, celebradas las elecciones e instaurada la democracia, acabarían llevando juntos las riendas del futuro.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (24)


A fin de legalizar el PCE, Suárez necesita que el partido de Carrillo obligue al gobierno a aumentar al margen de tolerancia con los comunistas, que los vuelva cada vez más visibles, que les dé la carta de naturaleza en el país con el propósito de que la mayoría de los ciudadanos entienda que no sólo son inofensivos para la democracia futura, sino que la democracia futura no puede construirse si ellos. Esta progresiva legalización "de facto", que debía facilitar la legalización "de iure", adoptó la forma de un duelo entre el gobierno y los comunistas en el que ni los comunistas querían acabar con el gobierno ni el gobierno con los comunistas, y en el que ambos sabían con antelación (o por lo menos lo sospechaban o lo intuían) cuándo y dónde iba a golpear el adversario: los golpes de este falso duelo fueron golpes de efecto propagandísticos que incluyeron una huelga general que no consiguió paralizar al país pero sí poner en aprietos al gobierno, ventas masivas de "Mundo Obrero" por las calles de Madrid y masivos repartos de carnés del partido entre sus militantes, sendos reportajes de las televisiones francesa y sueca que mostraban a Carrillo circulando en coche por el centro de la capital, una sonada rueda de prensa clandestina en la que el secretario general del PCE -junto a Dolores Ibárruri, el mito por antonomasia de la resistencia antifranquista, demonizado e idealizado a partes iguales por gran parte del país- anunciaba entre palabras conciliadoras que se hallaba desde hacia meses en Madrid y que no pensaba marcharse, y por fin la detención policial del propio Carrillo, a quien ya en la cárcel el gobierno no podía expulsar del país sin infringir la legalidad y tampoco retener en ella en medio del escándalo nacional e internacional ocasionado por su captura, con lo que a los pocos días Carrillo en libertad convertido en ciudadano español de pleno derecho.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (23)


Fernando Claudín -uno de los amigos y colaboradores más estrechos de Carrillo durante casi treinta años de militancia comunista- escribió lo siguiente sobre el eterno secretario general: "Carecía de los mínimos conocimientos de derecho político y constitucional, y no hizo nungún esfuerzo por adquirir algunos. Tampoco era su fuerte la economía, la sociología u otras materias que le permitiesen opinar con conocimiento de causa en la mayor parte de los debates parlamentarios (...) su única especialidad era "la política en general", que suele traducirse en hablar de todo un poco sin profundizar en nada, y la maquinaria del partido, en la que, desde luego, nadie podía disputarle la competencia. Como siempre le había sucedido, no era capaz de encontrar tiempo para el estudio, absorbido siempre por reuniones de partido, entrevistas, coniliábulos, actos de representación y demás actividades de análogo tipo. La férrea voluntad que mostraba para otros menesteres, en especial para conservar el poder dentro del partido y para abrirse paso hacia él en el Estado, le faltaba por desgracia para adquirir conocimientos que dieran más solidez al ejercicio de esas funciones". Políticos gemelos: si admitimos que Claudín está en lo cierto y que la cita anterior define algunas flaquezas de Santiago Carrillo, entonces basta sustituir la palabra "partido" por la palabra "Movimiento" para que defina también algunas flaquezas de Adolfo Suárez.

Anatomía de un instante. (22)


Es un capricho, quizá no es una imaginación veraz, pero la realidad es que ambos eran mucho más que cómpices: la realidad es que en feberero de 1981 Santiago Carrillo y Adolfo Suárez llevaban cuatro años atados por una alianza que era política pero también era más que política, y que sólo la enfermedad y el extravío de Suárez acabarían rompiendo.
La historia fabrica extrañas figuras, se resigna con frecuentcia al sentimentalismo y no desdeña las simetrías de la ficción, igual que si quisiera dotarse de un sentido que por sí misma no posee. ¿Quién hubiera podido prever que el cambio de la dictadura a la democracia en España no lo urdirían los partidos democráticos, sino los falangistas y los comunistas, enemigos irreconciliables de la democracia y enemigos irreconciliables entre sí durante tres años de guerra y cuarenta de posguerra? ¿Quién hubiera pronosticado que el secretario general del partido comunista en el exilio se erigiría en el aliado político más fiel del último secretario general del Movimiento, el partido único fascista? ¿Quién hubiera podido imaginar que Santiago Carrillo acabaría convertido en un valedor sin condiciones de Adolfo Suárez y en uno de sus últimos amigos y confidentes? nadie lo hizo, pero quizá no era imposible hacerlo: por una parte, porque sólo los enemigos irreconciiables podían reconciliar la España irreconciliable de Franco, por otra, porque a diferencia de Gutiérrez Mellado y Adolfo Suárez, que eran profundamente distintos pese a sus parecidos superficiales, Santiago Carrillo y Adolfo Suárez eran profundamente parecidos pese a sus superficiales diferencias. Ambos eran dos políticos puros, más que dos profesionales de la política dos profesionales del poder, porque ninguno de los dos concebía la política sin poder o porque ambos actuaban como si la política fuera al poder lo que la gravedad a la tierra, ambos eran burócratas que habían prosperado en la inflexible jerarquía de organizaciones políticas regidas con métodos totalitarios e inspiradas por ideologías totalitarias; ambos eran demócratas conversos, tardíos y un poco a la fuerza; ambos estaban acostumbrados desde siempre a mandar.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (21)


Es un capricho, quizá no es una imaginación veraz, pero la realidad es que ambos eran mucho más que cómpices: la realidad es que en feberero de 1981 Santiago Carrillo y Adolfo Suárez llevaban cuatro años atados por una alianza que era política pero también era más que política, y que sólo la enfermedad y el extravío de Suárez acabarían rompiendo.
La historia fabrica extrañas figuras, se resigna con frecuentcia al sentimentalismo y no desdeña las simetrías de la ficción, igual que si quisiera dotarse de un sentido que por sí misma no posee. ¿Quién hubiera podido prever que el cambio de la dictadura a la democracia en España no lo urdirían los partidos democráticos, sino los falangistas y los comunistas, enemigos irreconciliables de la democracia y enemigos irreconciliables entre sí durante tres años de guerra y cuarenta de posguerra? ¿Quién hubiera pronosticado que el secretario general del partido comunista en el exilio se erigiría en el aliado político más fiel del último secretario general del Movimiento, el partido único fascista? ¿Quién hubiera podido imaginar que Santiago Carrillo acabaría convertido en un valedor sin condiciones de Adolfo Suárez y en uno de sus últimos amigos y confidentes? nadie lo hizo, pero quizá no era imposible hacerlo: por una parte, porque sólo los enemigos irreconciiables podían reconciliar la España irreconciliable de Franco, por otra, porque a diferencia de Gutiérrez Mellado y Adolfo Suárez, que eran profundamente distintos pese a sus parecidos superficiales, Santiago Carrillo y Adolfo Suárez eran profundamente parecidos pese a sus superficiales diferencias. Ambos eran dos políticos puros, más que dos profesionales de la política dos profesionales del poder, porque ninguno de los dos concebía la política sin poder o porque ambos actuaban como si la política fuera al poder lo que la gravedad a la tierra, ambos eran burócratas que habían prosperado en la inflexible jerarquía de organizaciones políticas regidas con métodos totalitarios e inspiradas por ideologías totalitarias; ambos eran demócratas conversos, tardíos y un poco a la fuerza; ambos estaban acostumbrados desde siempre a mandar.

martes, 15 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (20)


El último gesto que yo reconozco en el gesto de Carrillo no es un gesto real, es un gesto imaginado o por lo menos un gesto que yo imagino, quizá de forma caprichosa. Pero si mi imaginación fue veraz, entonces el gesto de Carrillo contendría un gesto de complicidad, o de emulación, y su historia sería la siguiente. Carrillo está sentado en el primer escaño de la séptima fila del ala izquierda del hemiciclo, justo enfrente y debajo de él, en el primer escaño de la primera fila del ala derecha, se sienta Adolfo Suárez. Cuando empiezan los disparos, el primer impulso de Carrillo es el que dicta el sentido común: de la misma forma que lo hacen los compañeros de la vieja guardia comunista sentados junto a él, que igual que él ingresaron en el partido como quien ingresa en una milicia de abnegación y peligro y han conocido la guerra, la cárcel y el exilio y quizá sienten también que si sobreviven al tiroteo serán pasados por las armas, instintivamente Carrillo se dispone a olvidar por un momento el coraje, la gracia, la libertad, la rebeldía o hasta su instinto de actor para obedecer las órdenes de los guardias y protegerse de las balas bajo su escaño, pero justo antes de hacerlo advierte que frente a él, debajo de él, Adolfo Suárez sigue sentado en su escaño de presidente, sólo, estatutario y espectral en un desierto de escaños vacíos. Y entonces, deliberadamente, reflexivamente -como si en un solo segundo entendiera el significado completo del gesto de Suárez-, decide no tirarse.

Anatomía de un instante. (19)


Carrillo -y con él toda la vieja guardia del partido comunista- también renunció a ajustar cuentas con un pasado oprobioso de guerra, represión y exilio, como si considerase una forma de añadir oprobio intentar ajustarles las cuentas a quienes habían cometido el error de ajustar cuentas durante cuarenta años, o como si hubiera leído a Max Weber y sintiese como él que no hay nada más abyecto que practicar una ética que sólo busca tener razón y que, en vez de dedicarse a construir un futuro justo y libre, obliga a ocuparse en discutir los errores de un pasado injusto y esclavo con el fin de sacar ventajas morales y materiales de la confesión de culpa ajena. Al frente de la vieja guardia comunista, durante la transición y para hacer posible la democracia Carrillo firmó con los vencedores de la guerra y administradores de la dictadura un pacto que incluía la renuncia a usar políticamente el pasado, pero no lo hizo porque hubiese olvidado la guerra y la dictadura, sino porque las recordaba muy bien y estaba dispuesto a cualquier cosa para evitar que se repitieran, siempre y cuando los vencedores de la guerra y administradores de la dictadura aceptasen terminar con ésta y sustituirla por un sistema político que acogiese a vencedores y vencidos y que fuese en lo esencial idéntico al que los derrotados habían defendido en la guerra. A cualquier cosa o casi a cualquier cosa, estuvo dispuesto Carrillo: a renunciar al mito de la revolución, al ideal igualitarista del comunismo, a la nostalgia de la república derrotada, a la propia idea de justicia histórica...

lunes, 14 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (18)


No sé si el éxito o el fracaso de un golpe de estado se dirimen en sus primeros minutos; sé que a las siete menos veinticinco de la tarde, diez minutos después de su inicio, el golpe de estado era un éxito: el teniente coronel Tejero había tomado el Congreso, los tanques del general Milans del Bosch patrullaban las calles de Valencia, los tanques de la Acorazada Bruente se disponían a salir de sus cuarteles, el general Armada aguardaba la llamada del Rey en su despacho del Cuartel general del ejército; a las siete menos veinticinco de la tarde todo marchaba según lo previsto por los golpistas, pero a las siete menos veinte sus planes se habían torcido y el golpe empezaba a fracasar. La suerte de esos cinco minutos cruciales se jugó en el palacio de la Zarzuela. Se la jugó el Rey.
Desde el mismo día 23 de febrero no ha cesado de acusarse al Rey de haber organizado el 23 de febrero, de haber estado de algún modo implicado en el golpe, de haber deseado de algún modo su triunfo. Es una acusación absurda. Si el Rey hubiese organizado el golpe, si hubiese estado implicado en él o hubiese deseado su triunfo, el golpe hubiese sin la menor duda triunfado. La verdad es lo evidente. El Rey no organizó el golpe sino que lo paró, por la sencilla razón de que era la única persona que podía pararlo. Afirmar lo anterior no equivale a a firmar que el comportamiento del Rey en relación con el 23 de febrero fuera irreprochable, no lo fue, como no lo fue el de la mayoría de la clase política: como a la clase política, al Rey se le pueden conceder muchas atenuantes -la juventud, la inmadurez, la inexperiencia, el miedo-, pero la realidad es que en los meses anetriores al 23 de febrero hizo cosas que no debió haber hecho.

Anatomía de un instante. (17)


El discurso, incluidos los buenos propósitos y la retórica emotiva, quiere ser una declaración moral además de política. Nada autoriza a dudar de su sinceridad: abandonando la presidencia Suárez intenta dignificar la democracia (y, en cierto sentido protegerla); pero a las razones de ética política se suman razones de estrategia personal: para Suárez dimitir es también una forma de protegerse y dignificarse a sí mismo, recobrando su amor propio y su mejor yo con el fin de preparar su retorno al poder. Por eso dije antes que dimitir como presidente fue su último intento de legitimarse como presidente. Me corrijo ahora. No fue su último intento. Fue el penúltimo. El último lo hizo en la tarde del 23 de febrero, cuando, sentado en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso y ya no eran suficientes las palabras y había que demostrar con actos lo que era y lo que quería, le dijo a la clase política y a todo el país que, aunque tuviera el pedigrí democrático más sucio de la gran cloaca madrileña y hubiera sido un falangistilla de provincias y un arribista del franquismo y un chisgarabís sin formación, él sí estaba dispuesto a jugarse el tipo por la democracia.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (16)


Ese es en realidad el significado de un discurso de despedida en televisión, un discurso que contiene una respuesta individual a los reproches navideños del Rey y un reproche colectivo a la clase dirigente que le ha negado la legitimidad anhelada, pero que sobre todo contiene una vindicación de su integridad política, lo que, en un político como Suárez, refractario a distinguir lo personal de lo político, significa también una vindicación de su integridad personal. Orgullosamente, a fin de cuentas verazmente (aunque sólo a fin de cuentas), Suárez empieza aclarando al país que se marcha por decisión propia, "sin que nadie me lo haya pedido", y que lo hace para demostrar con actos ("porque las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos") que es falsa la imagen que se ha impuesto de él, según la cual es "una persona aferrada al cargo". Suárez recuerda su papel en el cambio desde la dictadura a la democracia y afirma que no abandona la presidencia porque sus adversarios lo hayan derrotado o porque se haya quedado sin fuerzas para seguir peleando, lo que posiblemente no es cierto o no es del todo cierto, sino porque ha llegado a la conclusión de que su marcha del poder puede ser más beneficiosa para el país que su permanecia en él, lo que probablemente sí lo es: quiere que su renuncia sea "un revulsivo moral" capaz de desterrar para siempre de la práctica política de la democracia "la visceralidad", "la permanente descalificación de las personas", "el ataque irracionalmente sistemático" y "la inútil descalificación global"; todas aquellas agresiones de las que durante muchos meses se ha sentido víctima. "Algo muy importante tiene que cambiar en nuestras actitudes y comportamientos -afirma-.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (15)


Pero, aunque estaba políticamente acabado y personalmente roto, también dimitió por la misma razón por la que lo hubiera hecho cualquier político puro: para poder seguir jugando; es decir: para no ser expulsado por las malas de la mesa de juego y verse obligado a salir del casino por la puerta falsa y sin posibilidad de volver. De hecho, es posible que Suárez pretendiera al presentar su dimisión imitar un órdago triunfal de Felipe González, que en mayo de 1979 había abandonado la dirección del PSOE, en desacuerdo con el hecho de que el partido siguiera definiéndose como marxista, y que apenas cuatro meses más tarde, una vez que el PSOE no acertó a sustituirlo y borró el término marxista de sus estatutos, había regresado a su cargo en olor de multitudes. Es posible que Suárez intentara provocar una reacción semejante en su partido; sí así fue, a punto estuvo de conseguirlo. El 29 de enero, justo el día en que Suárez dio a conocer por televisión su renuncia a la presidencia, estaba previsto en Palma de Mallorca el inicio del segundo congreso de UCD; la estrategia de Suárez tal vez consistía en anunciar por sorpresa su renuncia durante la jornada inaugural y en aguardar a que la conmoción así provocada encendiera una revuelta de las bases de la organización contra sus jefes de filas que le devolviese directamente o en el plazo de pocos meses el mando del partido y del gobierno. La mala suerte (quizá combinada con la astucia de alguno de sus adversarios en el gobierno) desbarató sus planes; una huelga de controladores aéreos obligó a aplazar el congreso unos días en el momento en que Suárez ya había comunicado su propósito de dimitir a varios ministros y jefes de filas de su partido, y el resultado de esta contariedad fue que, convencido de que la primicia no podría mantenerse en secreto durante tanto tiempo, tuvo que dar a conocer su dimisión antes de lo previsto, de forma que cuando por fin se celebró el congreso en la primera semana de febrero el tiempo transcurrido desde el anuncio de su retirada había amortiguado el impacto de la noticia, que no le alcanzó para recuperar el poder perdido pero sí para hacerse con el control de la directiva de UCD, para ser el miembro de ésta más votado por sus compañeros y para que el congreso puesto en pie lo aclamara calurosamente.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (14)


Suárez lo sabía. Sabía que el Rey ya no estaba con él. Mejor dicho: lo sabía pero no quería admitir que lo sabía, o al menos no quiso admitirlo hasta que ya no le quedó más remedio que admitirlo. En el otoño de 1980 Suárez sabía que el Rey lo consideraba el principal responsable de la crisis y que albergaba serias dudas sobre su capacidad para resolverla, pero no sabía (o no quería admitir que sabía) que el Rey abominaba de él cada vez que hablaba con un político, con un militar o con un empresario; Suárez también sabía que su relación con el Rey era mala, pero no sabía (o no quería admitir que sabía) que el Rey había perdido la confianza en él y que exhortaba a que sus adversarios lo echasen del poder. Finalmente el 24 de diciembre a Suárez ya no le quedó más remedio que admitir que sabía lo que sabía en realidad desde hacía varios meses. Aquella noche la televisión emitió el discurso navideño del Rey; casi siempre ha sido un discurso ornamental, pero en aquella ocasión no lo fue (y, como si quisiera subrayar que no lo era, el monarca apareció ante las cámaras solo y no acompañado por su familia, como había hecho hasta entonces). La política, dijo entre otras cosas el Rey aquella noche, debe ser considerada "como un medio para conseguir un fin y no como un fin en sí mismo". "Esforcémonos en proteger y consolidar lo esencial -dijo-, si no queremos exponernos a quedarnos sin base ni ocasión para ejercer lo accesorio." "Al recapitular hoy sobre nuestras conductas -dijo-, que examinemos nuestro comportamiento en el ámbito de responsabilidad que a cada uno es propio, sin la evsasión que siempre supone buscar culpas ajenas." "Quiero invitar a reflexionar a los que tienen en sus manos la gobernación del país -recalcó-. Han de poner la defensa de la democracia y del bien común por encima de sus limitados y transitorios intereses personales, de grupo o de partido." Ésas fueron algunas de las frases que el Rey pronunció en su dicurso, y es imposible que Suárez no sintiera que estaban dirigidas a él; también, que no las interpretara como lo que probablemente eran. Una acusación de aferrarse al poder como un fin en sí mismo, de proteger lo accesorio, que era su cargo de presidente, por encima de los esencial, que era la monarquía,una acusación de comportarse irresponsablemente buscando culpables a sus propias culpas y poniendo su transitorio y limitado interés por encima del bien común, una forma pública y confidencial, en fin de pedirle que dimitiera.

Anatomía de un instante. (13)


No ignoraba que para muchos la moción debía llevar a la presidencia a un general al frente de un gobierno de coalición o concentración o unidad, no ignoraba que el Rey miraba con buenos ojos o barajaba seriamente la maniobra, o que por lo menos permitía que algunos creyesen que la miraba con buenos ojos o la barajaba seriamente, no ignoraba que el militar más verosímil con que llevarla a cabo era Alfonso Armada, y que a pesar de que él se opusiera a ello el Rey estaba haciendo lo posible por traerse a su antiguo secretario a Madrid como segundo jefe de Estado Mayor del ejército. Todo esto sin duda le pareció peligroso para su futuro, pero -porque suponía poner a prueba los engranajes flamantes del juego democrático involucrando al ejército en una operación que abría las puertas de la política a unos militares reacios a comulgar con el sistema de libertades, si no impacientes por destruirlo- también le pareció peligroso para el futuro de la democracia: Suárez conocía sus normas y, aunque no se manejase bien con ellas, había inventado el juego o consideraba que había inventado el juego y no estaba dispuesto a permitir que se malograse, por la sencilla razón de que él era su inventor. Para evitar el riesgo de que se malograse el juego dimitió.

Anatomía de un instante. (12)


Personalmente solo y exhausto, personalmente perdido en un laberinto de autocompasión, de hartazgo y de desengaño, hacia noviembre de 1980 Suárez empezó a pensar en dimitir. Si no lo hacía era porque lo arrastraba la inercia o el instinto del poder y porque era un político puro y un político puro no abandona el poder. Lo echan, también, quizá, porque en los momentos de euforia que punteaban su abatimiento un resto de coraje y de orgullo le persuadía de que, aunque nada de lo que hiciera en adelante podía superar lo que ya había hecho, sólo él podía arreglar lo que él mismo había malogrado. En aquellos días buscaba alivio y estímulo en los viajes al extranjero, donde su predicamento de hacedor de la democracia española continuaba todavía intacto, en el curso de uno de ellos, tras asistir a la toma de posesión del primer ministro peruano Belaúnde Terry en Lima, Suárez concedió a la periodista Josefina Martínez una de sus últimas entrevistas como presidente, y el resultado de esa charla fue un texto tan negro, tan amargo y tan sincero -tan lleno de lamentos por la ingratitud, la incomprensión y las ofensas e insultos personales de que se sentía objeto- que sus asesores impidieron que se publicara. "Yo suelo decir que me he empeñado en un combate de boxeo en el que no estoy dispuesto a pegar un solo golpe -le dijo Suárez a la periodista aquel día-. Quiero ganar el combate en el quince round por agotamiento del contrario... ¡Así que debo tener una gran capacidad de aguante!" es falso que no diera un solo golpe (los dio, sólo que ya no tenía fuerzas para seguir dándolos), pero es verdad que tenía una gran capacidad de aguante, y sobre todo es verdad que así es como él se vio muchas veces en el otoño y el invierno de 1980: en el centro del ring, tambaleándose y ciego de sangre,de sudor y de párpados hinchados, con los brazos muertos a lo largo del cuerpo, resollando entre el griterío del público y el calor de los focos, anhelando en secreto el golpe definitivo.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (11)


Desde el verano de 1980 Suárez vivió prácticamente enclaustrado en la Moncloa, protegido por su familia y por exiguo puñado de colaboradores. Parecía afectado por una extraña parálisis, o por una forma difusa de miedo, o quizá era vértigo, como si en algún momento de lucidez masoqusita hubiese comprendido que no era más que un farsante y se hubiese propuesto a toda costa evitar el contacto social por temor a que lo desenmascarasen, y a la vez como si temiera que un oscuro anhelo de inmolación lo estuviera impulsando a terminar él mismo con la farsa. Se pasaba horas y horas encerrado en su despacho leyendo informes relativos al terrorismo, al ejército, a la policía económica o internacional, pero luego era incapaz de tomar decisiones sobre esos asuntos o simplemente de reunirse con los ministros que debían tomarlas. No acudía al parlamento, no concedía entrevistas, apenas se dejaba ver en público y más de una vez no quiso o no pudo presidir de principio a fin las reuniones del consejo de ministros, ni siquiera encontró ánimos para asistir a los funerales de tres miembros vascos de su partido asesinados por ETA, ni a los de cuarenta y ocho niños y tres adultos que a finales de octubre murieron a causa de una explosión accidental de gas propano en un colegio del país Vasco. Su salud física no era mala, pero sí su salud anímica. No hay duda de que en torno a él sólo veía una oscuridad de ingratitudes, traiciones y desprecios, y de que interpretaba cualquier ataque a su trabajo como un ataque a su persona, cosa que quizá sepa atribuir de nuevo a sus dificultades para adaptarse a la democracia. Nunca acabó de entender que en la política de una democracia la política es un teatro y nadie puede actuar en un teatro sin fingir lo que no siente, por supuesto, él era un político puro y, como tal, un actor consumado, pero su problema era que fingía con tanta convicción que acababa sintiendo lo que fingía, lo que le llevaba a confundir la realidad con su representación y las críticas políticas con las personales.

Anatomía de un instante. (10)


Aunque el secreto no se hizo público hasta un año después, en septiembre de 1979, cuando estaba en la cima de su poder y su prestigio, Suárez era ya íntimamente un político acabado. Antes apunté una razón de su súbito hundimiento: Suárez, que había sabido hacer lo más difícil -desmontar el franquismo y construir una democracia-. Era incapaz de hacer lo más fácil -administrar la democracia que había construido-; matizo ahora; para Suárez lo más difícil era lo más fácil y aunque no había creado el franquismo, Suárez había crecido en él, conocía a la perfección sus reglas y las manejaba con maestría (por eso pudo terminar con el franquismo fingiendo que solo cambiaba sus reglas); en cambio, aunque había creado la democracia y establecido sus reglas, Suárez se manejaba en ella con dificultad, porque sus hábitos, su talento y su temperamento no estaban hechos para lo que había construido, sino para lo que había destruido. Ésa fue al mismo tiempo su tragedia y su grandeza. La de un hombre que consciente o inconscientemente trabaja no para fortalecer sus posiciones, sino, por recurrir de nuevo al término de Enzensberger, para socavarlas. Como no sabía usar las reglas de la democracia y sólo sabía ejercer el poder como se ejerce en una dictadura, ignoraba al Parlamento, ignoraba a sus ministros, ignoraba a su partido. En el nuevo juego que había creado sus virtudes se convirtieron rápidamente en defectos -su desparpajo se convirtió en ignorancia, su osadía en temeridad, su aplomo en frialdad-, y el resultado fue que en muy poco tiempo Suárez dejó de ser el político brillante y resuelto que había sido durante sus primeros años de gobierno.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (9)


Los militares golpistas no tenían razón, pero tenían razones, y algunas de ellas eran muy poderosas. No me refiero a la inquietud con que asistían hacia 1980 al deterioro de la situación política política, social y económica, ni al disgusto sin disimulo que les producía -a ellos, que habían sido encargados por la Constitución del 78 de la defensa de la unidad de España pero que se sentían vinculados a ese mandato por un imperativo enterrado en su ADN- la proliferación de banderas y reivindicaciones nacionalistas y la descentralización impulsada por el Estado de las Autonomías, una combinación de palabras que para la inmensa mayoría de los militares era apenas un eufemismo que ocultaba o anticipaba la voladura controlada de la patria; me refiero a un asunto mucho más hiriente, en definitiva una de las causas directas del golpe de estado: el terrorismo, y en particular el terrorismo de ETA, que por aquellas fechas se encarnizaba con el ejército y la guardia civil ante la indulgencia de una izquierda que aún no había desprovisto a los etarras de su aureola de luchadores antifranquistas. Es fácil entender esta actitud de la izquierda. Basta recordar para ello el funesto papel del sostén de la dictadura que durante cuarenta años desempeñaron el ejército, la guardia civil y la policía, por no mencionar la lista abultada de sus atrocidades; es imposible justificarla: si las Fuerzas Armadas debían proteger con todos sus medios a la sociedad democrática frente a sus enemigos, la sociedad democrática debía proteger con todos sus medios a las Fuerzas Armadas de la matanza a que estaban siendo sometidas, o al menos debía solidarizarzse con sus miembros. No lo hizo, y la consecuencia de ese error fue que las Fuerzas Armadas se sintieron abandonadas por una parte considerable de la sociedad democrática y que terminar con aquella matanza se convirtió, a ojos de una parte considerable de las fuerzas armadas, en un argumento irresistible para terminar con la sociedad democrática.

Anatomía de un instante. (8)


Un cliché historiográfico afirma que el cambio de la dictadura a la democracia en España fue posible gracias a un pacto de olvido. Es mentira; o, lo que es lo mismo, es una verdad fragmentaria, que sólo empieza a completarse con el cliché opuesto. El cambio de la dictadura a la democracia en España fue posible gracias a un pacto de recuerdo. Hablando en general, la transición -el período histórico que conocemos con esa palabra equívoca, que sugiere la falsedad de que la democracia fue una consecuencia ineluctable del franquismo y no el fruto de una voluntariosa e improvisada concatenación de azares facilitada por la decrepitud de la dictadura- consistió en un pacto mediante el cual los vencidos de la guerra civil renunciaron a ajustar cuentas por lo ocurrido durante cuarenta y tres años de guerra y dictadura, mientras que, en contrapartida, tras cuarenta y tres años ajustándoles las cuentas a los vencidos los vencedores aceptaban la creación de un sistema político que acogiese a unos y a otros y que fuese en lo esencial idéntico al sistema derrotado en la guerra. Ese pacto no incluía olvidar el pasado: incluía aparcarlo, soslayarlo, darlo de lado; incluía renunciar a usarlo políticamente, pero no incluía olvidarlo.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (7)


El general pudo verse a sí mismo en los guardias civiles que desafiaban su autoridad disparando sobre el hemiciclo, porque cuarenta y cinco años atrás él había desobedecido el imperativo genético de la disciplina y se había insubordinado contra el poder civil encarnado en un gobierno democrático; o dicho de otra manera: tal vez la furia del general Gutiérrez Mellado no estaba hecho únicamente de una furia visible contra unos guardias civiles rebeldes, sino también de una furia secreta contra sí mismo, y tal vez no sea del todo lícito entender su gesto de enfrentarse a los golpistas como el gesto extremo de contrición de un antiguo golpista.

Anatomía de un instante. (6)


De forma que cuando en los meses previos al 23 de febrero la embajada norteamericana en Madrid y la estación de la CIA empiezan a recibir noticias de la inminencia de un golpe de bisturí o de timón en la dmeocracia española, su reacción, más que favorable, es entusiasta, en particular la de su embajador Terence Todman, un diplomático ultraderechista que años atrás, como encargado de la política norteamericana en América latina, apoyó a fondo las dictaduras latinoamericanas, que ahora consigue que los dos únicos políticos españoles acogidos por el presidente Reagan en la Casa Blanca antes del golpe sean dos significados políticos franquistas en barbecho -Gonzalo Fernández de la Mora y Federico Silva Muñoz- y que el día 13 de febrero se reúne en una finca próxima a Logroño con el general Armada. No conocemos el contenido de esa reunión, pero hay hechos que demuestran sin lugar a dudas que el gobierno norteamericano estuvo informado del golpe antes de que ocurriera: desde el día 20 de febrero las bases militares de Torrejón, Rota, Morón y Zaragoza se hallaban en estado de alerta y buques de la VI Flota fueron situados en las cercanías del litoral mediterráneo, y a lo largo de la tarde y la noche del día 23 un avión AWACS de inteligencia electrónica perteneciente al 86 escuadrón de Comunicaciones desplegado en la base alemana de Ramstein sobrevoló la península con objeto de controlar el espacio radioeléctrico español. Estos detalles no se conocieron sino días o semanas o meses más tarde, pero en la misma noche del 23 de febrero, cuando el secretario de estado norteamericano, el general Alexander Haig, despachó una pregunta sobre lo que estaba sucediendo en España sin una palabra de condena del asalto al Congreso ni una palabra en favor de la democracia -el intento de golpe de estado no pasaba de ser para él "un asunto interno"-, nadie dejó de entender lo único que podía entenderse: que Estados Unidos aprobaba el golpe y que, si éste acababa triunfando, el gobierno norteamericano sería el primero en celebrarlo.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (5)


Igual que el gesto de Adolfo Suárez permaneciendo sentado en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo, el gesto del general Gutiérrez Mellado enfrentándose furiosamente a los militares golpistas es un gesto de coraje, un gesto de gracia, un gesto de rebeldía, un gesto soberano de libertad. Tal vez sea también, por así decir, un gesto póstumo, el gesto de un hombre que sabe que va a morir o que ya está muerto, porque, con la excepción de Adolfo Suárez, desde el inicio de la democracia nadie había acaparado tanto odio militar como el general Gutiérrez Mellado, quien apenas se desató el tiroteo quizá sintió como casi todos los presentes que sólo podía saldarse con una masacre y que, suponiendo que él la sobreviviera, los golpistas no tardarían en eliminarlo. No creo que sea, en cambio, un gesto histriónico: aunque desde hacía cinco años ejerciese la política, el general Gutiérrez Mellado nunca fue esencialmente un político; fue siempre un militar, y por eso, porque siempre fue un militar, su gesto de aquella tarde fue también de algún modo un gesto lógico, obligado casi fatal: Gutiérrez Mellado era el único militar presente en el hemiciclo y, como cualquier militar, llevaba en los genes el imperativo de la disciplina y no podía tolerar que unos militares se insubordinaran contra él. No anoto esto último para rebajar el mérito del general: lo hago sólo para tratar de precisar el significado del gesto.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (4)


Eso fue todo. O eso es todo lo que sabemos, porque en aquella época los dirigentes del PSOE discutieron a menudo el papel que el ejército podía desempeñar en situaciones de emergencia como la que según ellos atravesaba el país, lo que no dejaba de ser una forma de señalizar la pista de aterrizaje de la intervención militar. En todo caso, la larga charla de sobremesa entre Enrique Múgica y el general Armada y una buena coartada para que en los meses previos al golpe el antiguo secretario del Rey insinuara o declarara aquí y allá que los socialistas participarían de grado en un gobierno unitario presidido por él o incluso que le estaban animando a formarlo, y para que en la misma noche del 23 de febrero, agitando de nuevo la banderola de la aquiescencia del PSOE, tratara de imponer por la fuerza ese gobierno. Todo esto no significa desde luego que durante el otoño y el invierno de 1980 los socialistas conspiraran en favor de un golpe militar contra la democracia; significa sólo que una fuerte dosis de aturullamiento irresponsable provocada por la comezón del poder les llevó a apurar hasta lo temerario el asedio al presidente legítimo del país y que, creyendo maniobrar contra Adolfo Suárez acabaron maniobrando sin saberlo en favor de los enemigos de la democracia.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (3)


El gesto más obvio que contiene el gesto de Suárez es un gesto de coraje; un coraje notable: quienes vivieron aquel instante en el Congreso recuerdan con unanimidad el estruendo apocalítptico de las ráfagas de subfusil en el espacio clausurado del hemiciclo, el pánico a una muerte inmediata, la certidumbre de que aquel Armagedón -como lo describe Alfonso Guerra, número dos socialista, que se hallaba sentado frente a Suárez- no podía saldarse sin una escabechina, que es la misma certidumbre que abrumó a los técnicos y directivos de televisión que vieron la escena en directo desde los estudios de Prado del Rey. Aquel día llenaban el hemiciclo alrededor de trescientos cincuenta parlamentarios, algunos de los cuales -Simón Sámchez Montero, por ejemplo, o Gregorio López Raimundo- habían demostrado su valor en la clandestinidad y en las cárceles del franquismo; no sé si hay mucho que reprocharles: se mire por donde se mire, permanecer sentado en medio de la refriega constituía una temeridad lindante con el deseo de martirio. En tiempo de guerra, en el calor irreflexivo del combate, no es una temeridad insólita, sí lo es en tiempo de paz y en el tedio solemne y consuetidinario de una sesión parlamentaria. Añadiré que, a juzgar por las imágenes, la de Suárez no es una temeridad dictada por el instinto sino por la razón: al sonar el primer disparo Suárez está de pie; al sonar el segundo intenta devolver a su escaño al general Guitiérrez Mellado; al sonar el tercero y desatarse el tiroteo se sienta, se arrellana en su escaño y se recuesta en el respaldo aguardando que termine el tiroteo, o que una bala lo mate. Es un gesto moroso, reflexivo, parece un gesto ensayado, y quizá en cierto modo lo fue: quienes frecuentaron a Suárez en aquella época aseguran que llevaba mucho tiempo tratando de prepararse para un final violento, como si una oscura premonición lo acosase (desde hacía varios meses cargaba con una pequeña pistola en el bolsillo; durante el otoño y el invierno anteriores más de un visitante de la Moncloa le oyó decir: De aquí sólo van a sacarme ganándome en unas elecciones o con los pies por delante); puede ser, pero en cualquier caso no es fácil prepararse para una muerte así, y sobre todo no es fácil no flaquear cuando llega el momento.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (2)


A finales de 1989, cuando la carrera política de Adolfo Suárez tocaba a su fin, Hans Magnus Enzemberg celebró en un ensayo el nacimiento de una nueva clase de héroes: los héroes de la retirada. Según Enzemberg, frente al héroe clásico, que es el héroe del triunfo y la conquista, las dictaduras del siglo XX han alumbrado el héroe moderno, que es el héroe de la renuncia, el derribo y el desmontaje: el primero es un idealista de principios nítidos e inamovibles; el segundo, un dudoso profesional del apaño y la negociación, el primero alcanza su plenitud imponiendo sus posiciones, el segundo, abandonándolas, socavándose a sí mismo. Por eso el héroe de la retirada no es sólo un héroe político: también es un héroe moral. Tres ejemplos de esta figura novísima aducía Enzensberger: uno era Mijaíl Gorbachov, que por aquellas fechas trataba de desmontar la Unión Soviética; otro, Wojciech Jaruzelski, que en 1981 había impedido la invasión soviética de Polonia; otro, Adolfo Suárez, que había desmontado el fraquismo.

Anatomía de un instante

A partir de hoy os iré poniendo esbozos de "Anatomía de un instante", el último libro de Javier Cercas con el 23-F de protagonista.



¿Cómo se me ocurrió escribir una ficción sobre el 23 de febrero? ¿Cómo se me ocurrió escribir una novela sobre una neurosis, sobre una paranoia, sobre una novela colectiva?
No hay novelista que no haya experimentado alguna vez la sensación presuntuosa de que la realidad le está reclamando una novela, de que no es él quien busca una novela, sino una novela quien lo está buscando a él. Yo la experimenté el 23 de febrero del 2006. Poco antes de esa fecha un diario italiano me había pedido que contara en un artículo mis recuerdos del golpe de estado. Accedí; escribí un artículo donde conté tres cosas: la primera es que yo había sido un héroe; la segunda es que yo no había sido un héroe; la tercera es que nadie había sido un héroe. Yo había sido un héroe porque aquella tarde, después de enterarme por mi madre de que un grupo de guardias civiles había interrumpido con las armas la sesión de investidura del nuevo presidente del gobierno, había salido de estampida hacia la universidad con la imaginación de mis dieciocho años hirviendo de escenas revolucionarias de una ciudad en armas, alborotada de manifestantes contrarios al golpe y erizada de barricadas en cada esquina; yo no había sido un héroe porque la verdad es que no había salido de estampida hacia la universidad con el propósito intrépido de sumarme a la defensa de la democracia frente a los militares rebeldes, sino con el propósito libidinoso de localizar a una compañera de curso de la que estaba enamorado como un verraco y tal vez de aprovechar aquellas horas románticas o que a mí me parecían románticas para conquistarla; nadie había sido un héroe porque, cuando aquella tarde llegué a la universidad, no encontré a nadie en ella excepto a mi compañera y a dos estudiantes más, tan mansos como desorientados. Nadie en la universidad donde estudiaba -ni en aquella ni en ninguna otra universidad- hizo el más mínimo gesto de oponerse al golpe; nadie en la ciudad donde vivía -ni en aquella ni en ninguna otra ciudad- se echó a la calle para enfrentarse a los militares rebeldes: salvo un puñado de personas que demostraron estar dispuestas a jugarse el tipo por defender la democracia, el país entero se metió en su casa a esperar que el golpe fracasase. O que triunfase.

martes, 1 de septiembre de 2009

Lo popular y lo cívico


Fernando Savater en El Correo Digital.



L as cosas, poco a poco, van cambiando en Euskadi. Por lo que hemos visto este verano, parece que lo 'popular' -esa bestia legendaria y oportunista- va a dejar de tener bula para enaltecer al terrorismo, promocionar sus fechorías y recaudar fondos para financiarlo. Durante años se nos vendió como un dogma indiscutible que 'popular' equivale no ya a nacionalista, sino directamente a proetarra o al menos a simpatizante más o menos tímido de la banda. Los más populares en cualquier festejo eran los más cercanos a nuestros particulares ángeles exterminadores, lo mismo que en las aulas del parvulario el más popular suele ser inevitablemente el más bruto de la clase. Para ser 'pueblo' con todas las de la ley -es decir, sin ley alguna- era imprescindible jalear a quienes amenazan las vidas y haciendas de sus conciudadanos; para ser un poco 'pueblo', digamos pueblito, bastaba con reírles las gracias a los anteriores y hacer como que no se veían las fotos de asesinos o las pancartas caníbales que decoraban el paisaje. Ante todo, ¡que siga la fiesta! Los ediles más romos de cada localidad se dedicaban a calcular si las fiestas habían sido muy o poco participativas, pero nunca levantaban acta de quienes no hubieran podido participar en ellas ni queriendo: por estar amenazados, por tener que llevar escoltas, por negarse a ser vituperados o simplemente por puro asco ante la obligación de alternar con matarifes o mamporreros de los matarifes.
Por supuesto, lo más popular de lo popular es el cinismo del doble rasero. Los mismos partidarios de la fiesta sí y la lucha también se escandalizan cuando la autoridad acepta la lucha e impide la exaltación de etarras y el resto de propaganda criminógena. Eligen para lanzar el chupinazo a cualquiera próximo a la piara etarra (cabezudo o cabezón, da igual), es decir, por razones políticas, pero se indignan de que otros protesten ante semejante elección y traten de obstaculizarla: ¡Están politizando las fiestas! Blusas, charangas y otras manipuladas panderetas consienten carteles que amenazan a quien no les gusta y crean un ambiente irrespirable para cualquier proclama adversa a su riguroso ideario (suele haber pocas pancartas que proclamen 'Fuera ETA' o 'Viva la Ertzaintza'), pero si se les aplica legalmente su propia medicina se encabritan de dignidad ofendida: ¡Queremos libertad de expresión! Vaya, así que libertad de expresión: hay que j... jubilarse.
Las cosas pueden cambiar, claro, ya me parecía a mí; y algo han cambiado este verano. Como era de esperar, han aparecido enseguida dómines (nada que ver con la violencia, no se confundan) para denunciar este cambio en el paisaje que podría desembocar en una transformación del paisanaje, uyuyuy. Según ellos, quitar fotos de etarras y carteles en su apoyo o prohibir manifestaciones de igual corte son gestos de mera propaganda del nuevo Gobierno: por lo visto impedir la propaganda terrorista es otra forma de propaganda, ni mejor ni peor que la anterior. Si aparece fugazmente una bandera española en el Gorbea (donde por cierto puede ondear tan legítimamente y sin ofensa para nadie como en el Mulhacén) es preciso hacer una peregrinación de desagravio a lo alto del monte; pero en cambio ante las fotos de los terroristas o las caricaturas ominosas contra las autoridades democráticas no hay que hacer aspavientos ni exagerar. ¡Qué sabios son, menos mal que nos han advertido!
Otros expertos señalan que las fotos, carteles, manifestaciones, etcétera... demuestran que sigue habiendo gente que piensa de ese modo y que no desaparecerá porque se le prohíba declararlo. ¡Gran verdad... por ahora! En efecto, todavía quedan en Euskadi muchos comparsas de ETA: no tantos como franquistas había aquí hace cuarenta años, ni tantos como simpatizantes y clientes de la mafia hay en Sicilia ahora mismo, ni tantos como también hoy salen a la calle para saludar como un héroe en Libia al asesino de Lockerbie... pero desde luego bastantes: demasiados. La pregunta que debemos hacernos es si los indeseables dejan de serlo cuando alcanzan un número suficiente. Además, los partidarios de los matones suelen cambiar de ideas en cuanto éstos muerden el polvo: así pasó con los franquistas no mucho después de la muerte de Franco, así pasará en Libia cuando ya no haya Gadafi y en Sicilia si es que alguna vez se logra policialmente vencer a la mafia. La violencia tiene adictos mientras conserva su poder de intimidar, pero cuando lo pierde la clientela disminuye drásticamente: hay un dicho que habla de un barco y de ciertas ratas, quizá ustedes lo recuerden mejor que yo.
El problema de Euskadi lo ha condensado el consejero Ares en una fórmula obvia pero eficaz: hemos vivido una falsa normalidad. Lo que ni es ni puede ser normal en ninguna sociedad democrática lo ha sido aquí, pero de manera falsaria y engañosa. Es inútil que traten de convencernos ahora de que siempre se han combatido como hoy las exhibiciones proetarras porque casualmente no todos hemos nacido ayer y algunos llevamos muchas semanas grandes y muchas fiestas patronales a la espalda como para no saber a qué atenernos. La falsa normalidad explica también que todavía tantos adolescentes vascos sigan teniendo sobre el terrorismo ideas más propias de las juventudes hitlerianas que otra cosa.
n efecto, la 'educación para la paz' no es sólo cosa de la escuela: es una tarea cívica, que choca con lo que se ve en las paredes, en las txoznas y en los festejos del lugar. Entre nosotros, lo mal llamado 'popular' se ha opuesto a lo cívico, así de claro. Y a los jóvenes -sobre todo a los muy jóvenes- les impacta más lo popular que lo cívico que se les intenta enseñar... cuando se les enseña. Es verdad que en sociedades muy conservadoras como la nuestra (sobre todo conservadora entre quienes creen ser revolucionarios) los valores o antivalores familiares cuentan mucho: pero la familia no puede ser nunca la fuente única o principal de valores, porque en tal caso la sociedad jamás progresaría ni se modernizaría.
Educar para la paz comienza por un espacio público, popular, no monopolizado por la violencia terrorista. Pero es que además educar para la paz no es sólo una formación sentimental o psicológica -es decir, apolítica, como quisieran algunos- sino la explicación no pasiva sino militante de lo que significa el Estado de Derecho, la Constitución, el Estatuto y las leyes que institucionalizan la paz. Vivir en paz no es un estado del alma -tiene poco que ver con ese famoso 'vacío existencial' del que pretenden curar los curas- sino que consiste en el respeto activo y la defensa de la ley, que puede ser cambiada con nuevos acuerdos pero nunca con bombas. No hay que decirles a los jóvenes que renuncien mansamente a la lucha (entonces ganarán siempre quienes les proponen falsos heroísmos) sino que luchen por lo que democráticamente merece la pena. Y eso, de momento, es lo que me temo que no se hace en Euskadi.
Aún con todas las dificultades, vamos progresando. Yo creo que entre nosotros lo cívico tiene mucho futuro y en cambio a lo pseudopopular le quedan cada vez menos teleberris. Sigamos esforzándonos pues para que llegue del todo el tiempo nuevo.