lunes, 14 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (18)


No sé si el éxito o el fracaso de un golpe de estado se dirimen en sus primeros minutos; sé que a las siete menos veinticinco de la tarde, diez minutos después de su inicio, el golpe de estado era un éxito: el teniente coronel Tejero había tomado el Congreso, los tanques del general Milans del Bosch patrullaban las calles de Valencia, los tanques de la Acorazada Bruente se disponían a salir de sus cuarteles, el general Armada aguardaba la llamada del Rey en su despacho del Cuartel general del ejército; a las siete menos veinticinco de la tarde todo marchaba según lo previsto por los golpistas, pero a las siete menos veinte sus planes se habían torcido y el golpe empezaba a fracasar. La suerte de esos cinco minutos cruciales se jugó en el palacio de la Zarzuela. Se la jugó el Rey.
Desde el mismo día 23 de febrero no ha cesado de acusarse al Rey de haber organizado el 23 de febrero, de haber estado de algún modo implicado en el golpe, de haber deseado de algún modo su triunfo. Es una acusación absurda. Si el Rey hubiese organizado el golpe, si hubiese estado implicado en él o hubiese deseado su triunfo, el golpe hubiese sin la menor duda triunfado. La verdad es lo evidente. El Rey no organizó el golpe sino que lo paró, por la sencilla razón de que era la única persona que podía pararlo. Afirmar lo anterior no equivale a a firmar que el comportamiento del Rey en relación con el 23 de febrero fuera irreprochable, no lo fue, como no lo fue el de la mayoría de la clase política: como a la clase política, al Rey se le pueden conceder muchas atenuantes -la juventud, la inmadurez, la inexperiencia, el miedo-, pero la realidad es que en los meses anetriores al 23 de febrero hizo cosas que no debió haber hecho.

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