lunes, 28 de septiembre de 2009
Anatomía de un instante. (41)
Además de los éxitos políticos que cosechó, esto último quizá explique que durante años tanta gente lo admira y no dejara de votarle; quiero decir que no es verdad que la gente votase a Suárez porque se engañara sobre sus defectos y limitaciones, o porque Suárez consiguiera engañarles: le votaban en parte porque era como a ellos les hubiera gustado ser, pero sobre todo le votaban porque, menos por sus virtudes que por sus defectos, era igual que ellos. Así era más o menos la España de los años setenta: un país poblado de hombres vulgares, incultos, trapaceros, jugadores, mujeriegos y sin muchos escrúpulos, provincianos con moral de supervivientes educados entre Acción Católica y Falange que habían vivido con comodidad bajo el franquismo, colaboracionistas que ni siquiera hubiesen admitido su colaboración pero en secreto se avergonzaban cada vez más de ella y que confiaron en Suárez porque sabían que aunque quisiera ser el más justo y el más moderno y el más audaz -o precisamente porque quería serlo-, nunca dejaría de ser uno de los suyos y nunca les llevaría a donde no quiseran ir. Suárez no los defraudó: construyó para ellos un futuro, y construyéndolo limpió su pasado, o untentó limpiarlo. Si bien se mira, en este punto el extraño destino de Suárez también se asemeja al de Bardone: gritando "¡Viva Italia!" ante el pelotón de fusilamiento en un amanecer nevado, Bardone no sólo se redimía él, sino que de algún modo redimía a todo su país de haber colaborado masivamente con el fascismo; permaneciendo en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo durante la tarde del 23 de febrero, a todo su país de haber colaborado masivamente con el franquismo. Quién sabe: quizá por eso -quizá también por eso- Suárez no se tiró.
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