martes, 22 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante. (29)


Igual que sus compañeros, durante las primeras horas de encierro en el salón de los relojes Carrillo pensó que iba a morir. Pensó que debía prepararse para morir. Pensó que estaba preparado para morir y al mismo tiempo que no estaba peparado para morir. Temía al dolor. Temía que sus asesinos se rieran de él. Temía flaquear en el último instante. "No será nada -pensó, buscando coraje-. Será sólo un momento: te pondrán una pistola en la cabeza, dispararán y todo habrá terminado." Quizá porque no es la muerte sino la incertidumbre de la muerte lo que nos resulta intolerable, este último pensamiento lo sosegó; dos cosas más lo sosegaron: una era el orgullo de no haber obedecido la orden de los miliraes rebeldes permaneciendo en su escaño mientras la balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo, la otra era que la muerte iba a librarlo del tormento al que lo estaban sometiendo sus compañeros de partido. "Qué tranquilo te vas a quedar -pensó-. Qué descanso no tener que tratar nunca más con tanto cabrón y tanto irresponsable. Qué descanso no tener que sonreírles nunca más." Apenas empezó a pensar que quizá no iba a morir regresó el desasosiego. No recordaba exactamente cuándo había ocurrido (tal vez cuando entró por la claraboya el ruido de unos aviones sobrevolando el Congreso; tal vez cuando Alfonso Guerra regresó del baño haciendo muecas de ánimo a escondidas; sin duda conforme pasaba el tiempo y no llegaban noticias de la autoridad militar anunciada por los golpistas); lo único que recordaba es que, una vez que hubo aceptado que podía no morir, su mente se convirtió en un remolino de conjeturas.

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