martes, 1 de septiembre de 2009

Lo popular y lo cívico


Fernando Savater en El Correo Digital.



L as cosas, poco a poco, van cambiando en Euskadi. Por lo que hemos visto este verano, parece que lo 'popular' -esa bestia legendaria y oportunista- va a dejar de tener bula para enaltecer al terrorismo, promocionar sus fechorías y recaudar fondos para financiarlo. Durante años se nos vendió como un dogma indiscutible que 'popular' equivale no ya a nacionalista, sino directamente a proetarra o al menos a simpatizante más o menos tímido de la banda. Los más populares en cualquier festejo eran los más cercanos a nuestros particulares ángeles exterminadores, lo mismo que en las aulas del parvulario el más popular suele ser inevitablemente el más bruto de la clase. Para ser 'pueblo' con todas las de la ley -es decir, sin ley alguna- era imprescindible jalear a quienes amenazan las vidas y haciendas de sus conciudadanos; para ser un poco 'pueblo', digamos pueblito, bastaba con reírles las gracias a los anteriores y hacer como que no se veían las fotos de asesinos o las pancartas caníbales que decoraban el paisaje. Ante todo, ¡que siga la fiesta! Los ediles más romos de cada localidad se dedicaban a calcular si las fiestas habían sido muy o poco participativas, pero nunca levantaban acta de quienes no hubieran podido participar en ellas ni queriendo: por estar amenazados, por tener que llevar escoltas, por negarse a ser vituperados o simplemente por puro asco ante la obligación de alternar con matarifes o mamporreros de los matarifes.
Por supuesto, lo más popular de lo popular es el cinismo del doble rasero. Los mismos partidarios de la fiesta sí y la lucha también se escandalizan cuando la autoridad acepta la lucha e impide la exaltación de etarras y el resto de propaganda criminógena. Eligen para lanzar el chupinazo a cualquiera próximo a la piara etarra (cabezudo o cabezón, da igual), es decir, por razones políticas, pero se indignan de que otros protesten ante semejante elección y traten de obstaculizarla: ¡Están politizando las fiestas! Blusas, charangas y otras manipuladas panderetas consienten carteles que amenazan a quien no les gusta y crean un ambiente irrespirable para cualquier proclama adversa a su riguroso ideario (suele haber pocas pancartas que proclamen 'Fuera ETA' o 'Viva la Ertzaintza'), pero si se les aplica legalmente su propia medicina se encabritan de dignidad ofendida: ¡Queremos libertad de expresión! Vaya, así que libertad de expresión: hay que j... jubilarse.
Las cosas pueden cambiar, claro, ya me parecía a mí; y algo han cambiado este verano. Como era de esperar, han aparecido enseguida dómines (nada que ver con la violencia, no se confundan) para denunciar este cambio en el paisaje que podría desembocar en una transformación del paisanaje, uyuyuy. Según ellos, quitar fotos de etarras y carteles en su apoyo o prohibir manifestaciones de igual corte son gestos de mera propaganda del nuevo Gobierno: por lo visto impedir la propaganda terrorista es otra forma de propaganda, ni mejor ni peor que la anterior. Si aparece fugazmente una bandera española en el Gorbea (donde por cierto puede ondear tan legítimamente y sin ofensa para nadie como en el Mulhacén) es preciso hacer una peregrinación de desagravio a lo alto del monte; pero en cambio ante las fotos de los terroristas o las caricaturas ominosas contra las autoridades democráticas no hay que hacer aspavientos ni exagerar. ¡Qué sabios son, menos mal que nos han advertido!
Otros expertos señalan que las fotos, carteles, manifestaciones, etcétera... demuestran que sigue habiendo gente que piensa de ese modo y que no desaparecerá porque se le prohíba declararlo. ¡Gran verdad... por ahora! En efecto, todavía quedan en Euskadi muchos comparsas de ETA: no tantos como franquistas había aquí hace cuarenta años, ni tantos como simpatizantes y clientes de la mafia hay en Sicilia ahora mismo, ni tantos como también hoy salen a la calle para saludar como un héroe en Libia al asesino de Lockerbie... pero desde luego bastantes: demasiados. La pregunta que debemos hacernos es si los indeseables dejan de serlo cuando alcanzan un número suficiente. Además, los partidarios de los matones suelen cambiar de ideas en cuanto éstos muerden el polvo: así pasó con los franquistas no mucho después de la muerte de Franco, así pasará en Libia cuando ya no haya Gadafi y en Sicilia si es que alguna vez se logra policialmente vencer a la mafia. La violencia tiene adictos mientras conserva su poder de intimidar, pero cuando lo pierde la clientela disminuye drásticamente: hay un dicho que habla de un barco y de ciertas ratas, quizá ustedes lo recuerden mejor que yo.
El problema de Euskadi lo ha condensado el consejero Ares en una fórmula obvia pero eficaz: hemos vivido una falsa normalidad. Lo que ni es ni puede ser normal en ninguna sociedad democrática lo ha sido aquí, pero de manera falsaria y engañosa. Es inútil que traten de convencernos ahora de que siempre se han combatido como hoy las exhibiciones proetarras porque casualmente no todos hemos nacido ayer y algunos llevamos muchas semanas grandes y muchas fiestas patronales a la espalda como para no saber a qué atenernos. La falsa normalidad explica también que todavía tantos adolescentes vascos sigan teniendo sobre el terrorismo ideas más propias de las juventudes hitlerianas que otra cosa.
n efecto, la 'educación para la paz' no es sólo cosa de la escuela: es una tarea cívica, que choca con lo que se ve en las paredes, en las txoznas y en los festejos del lugar. Entre nosotros, lo mal llamado 'popular' se ha opuesto a lo cívico, así de claro. Y a los jóvenes -sobre todo a los muy jóvenes- les impacta más lo popular que lo cívico que se les intenta enseñar... cuando se les enseña. Es verdad que en sociedades muy conservadoras como la nuestra (sobre todo conservadora entre quienes creen ser revolucionarios) los valores o antivalores familiares cuentan mucho: pero la familia no puede ser nunca la fuente única o principal de valores, porque en tal caso la sociedad jamás progresaría ni se modernizaría.
Educar para la paz comienza por un espacio público, popular, no monopolizado por la violencia terrorista. Pero es que además educar para la paz no es sólo una formación sentimental o psicológica -es decir, apolítica, como quisieran algunos- sino la explicación no pasiva sino militante de lo que significa el Estado de Derecho, la Constitución, el Estatuto y las leyes que institucionalizan la paz. Vivir en paz no es un estado del alma -tiene poco que ver con ese famoso 'vacío existencial' del que pretenden curar los curas- sino que consiste en el respeto activo y la defensa de la ley, que puede ser cambiada con nuevos acuerdos pero nunca con bombas. No hay que decirles a los jóvenes que renuncien mansamente a la lucha (entonces ganarán siempre quienes les proponen falsos heroísmos) sino que luchen por lo que democráticamente merece la pena. Y eso, de momento, es lo que me temo que no se hace en Euskadi.
Aún con todas las dificultades, vamos progresando. Yo creo que entre nosotros lo cívico tiene mucho futuro y en cambio a lo pseudopopular le quedan cada vez menos teleberris. Sigamos esforzándonos pues para que llegue del todo el tiempo nuevo.

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