domingo, 4 de octubre de 2009

Anatomía de un instante. (47)


Uno de los primeros parlamentarios en salir fue Adolfo Suárez. Lo hizo solo, urgente, ignorando a los soldados alineados en el patio, pero al cruzar la verja de entrada y dirigirse hacia su coche oficial advirtió la presencia del general Armada y, porque en algún momento de sus largas horas de encierro a solas en el cuarto de los ujieres había oído que el antiguo secretario del Rey estaba negociando una solución al secuestro, Suárez se desvió hacia él, lo saludó calurosamente y casi lo abrazó, convencido de que el hombre a quien siempre había considerado un golpista en potencia y en los últimos tiempos el promotor de vidriosas operaciones políticas contra el gobierno había sido a la postre el responsable de su liberación y del fracaso del golpe. Otros diputados copiaron el gesto de Suárez, entre ellos el general Gutiérrez Mellado, pero casi todos ellos recordarían muchas veces la cara de cadáver del general Armada mientras encajaba sus efusiones. Eran las doce en punto de la mañana de un martes helado y brumoso, acababan de transcurrir las diecisiete horas y media más confusas y decisivas del último medio siglo de historia de España y el golpe del 23 de febrero había terminado.

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