martes, 6 de octubre de 2009
Anatomía de un instante. (50)
Durante los meses que siguieron al fracaso del golpe de estado algunos políticos y periodistas demócratas repitieron con frecuencia que el golpe había triunfado, o que al menos no había fracasado por completo. Era una figura retórica, un modo de alertar contra lo que consideraban un encogimiento de la democracia tras el 23 de febrero. El golpe no triunfó, ni siquiera triunfó en parte, pero a corto plazo algunos objetivos políticos de los golpistas parecieron cumplirse.
¿Cuál era en teoría el objetivo político fundamental de los golpistas? Para Armada, para Cortina, para quienes pensaban como Armada y Cortina -no para Milans y para tejero y para quienes pensaban como Milans y Tejero, que sin duda era la mayoría de los golpistas-, el objetivo político fundamental del 23 de febrero consistía en proteger la monarquía, rectificando o recortando o encogiendo una democracia que a su juicio constituía una amenaza para ella y enraizándola en España. Para conseguir este objetivo fundamental había que conseguir otro objetivo fundamental: terminar con la carrera política de Adolfo Suárez, que era el primer responsable de aquel estado de cosas, luego había que terminar con aquel estado de cosas: había que terminar con el riesgo de un golpe duro y antimonárquico, había que terminar con el terrorismo, había que terminar con el Estado de las Autonomías o ponerlo entre paréntesis o rebajar sus pretensiones y afianzar el sentimiento nacional, había que terminar con la crisis económica, había que terminar con una política internacional que irritaba a Estados Unidos porque distanciaba a España del bloque occidental, había que estrechar en todos los ámbitos los márgenes de tolerancia, había que darle una lección a la clase política y había que devolverle la confianza perdida al país. Ésos eran en teoría, insisito, los objetivos del 23 de febrero. En los meses posteriores al golpe -mientras el país trataba de asimilar lo ocurrido aguardando con más escepticismo que temor el juicio a los golpistas, y mientras el gobierno y la oposición practicaban una política de apaciguamiento con los militares y ciertos políticos y muchos periodistas denunciaban la realidad de una democracia vigilada por el ejército-, algunos de ellos se cumplieron de inmediato. La carrera política de Adolfo Suárez terminó el mismo 23 de febrero, justo cuando realizó su último acto verdaderamente político permaneciendo sentado en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiclo del Congreso. Sin el golpe Suárez tal vez tenía alguna posibilidad de regresar al poder; con el golpe no tenía ninguna: quizá podamos admirar a los héroes de la retirada, pero no queremos que nos gobiernen, así que después del 23 de febrero Suárez no fue más que un superviviente de sí mismo, un político póstumo. Después del golpe de estado todos los despachos oficiales, todos los balcones de los ayuntamientos, todas las asambleas de los partidos y todas las sedes de los gobiernos autonómicos florecieron bruscamente de banderas nacionales, y todas las cárceles se llenaron de delincuentes comunes. El golpe de estado, se ha dicho a menudo, fue la vacuna más eficaz contra otro golpe de estado, y es cierto: tars el 23 de febrero el gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo invirtió billones en modernizar las Fuerzas Armadas y realizó una purga en profundidad -sustituyó en bloque a la Junta de Jefes de Estado Mayor, pasó a la reserva a los generales más fraquistas, rejuveneció a los mandos, controló severamente los ascensos y remodeló los servicios de inteligencia- y, aunque después de 1981 hubo todavía varios intentos de rebelión militar, lo cierto es que fueron organizados por una minoría cada vez más excéntrica y aislada, porque el 23 de febrero no sólo desacreditó a los golpsitas ante la sociedad, sino también ante sus propios compañeros de armas, precipitando de esa forma el final de una tradición de dos siglos de golpes militares. Apenas tres meses después del 23 de febrero, el gobierno firmó el tratado de adhesión a la OTAN que durante años Suárez se había negado a firmar, lo que tranquilizó a Estados Unidos, contribuyó a civilizar al ejército poniéndolo en contacto con ejércitos democráticos e incrustó de lleno al país en el bloque occidental. Poco más tade, a principios de junio, el gobierno,los empresarios y los sindicatos, con el apoyo de otros partidos políticos y una intención semejante a la que animó los Pactos de la Moncloa, firmaron un Acuerdo Nacional de Empleo que frenó la destrucción diaria de miles de puestos de trabajo, redujo la inflación y supuso el inicio de una serie de cambios que anunciaban el principio de la recuperación económica de mediados de los ochenta. Y al cabo de un mes y medio el gobierno y la oposición firmaron entre grandes protestas de los nacionalistas la llamada LOAPA, una ley orgánica que amparándose en la necesidad de racionalizar el estado autonómico intentó poner freno a la descentralización del estado. Los terroristas no dejaron de matar, desde luego, pero es un hecho que después del golpe la actitud del país frente a ellos cambió, la izquierda se esmeró en arrebatarles las coartadas que les había entregado, las Fuerzas Armadas empezaron a notar la solidaridad de la sociedad civil y los gobiernos empezaron a luchar ocontra ETA con instrumentos que Suárez nunca se atrevió a utilizar. En marzo del 81 Calvo Sotelo autorizó la intervención del ejército en la lucha antiterrorista en las fronteras terrestres y marítimas, y sólo dos años más tarde, apenas llegaron al poder, los socialistas crearon el GAL, un grupo de mercenarios financiando por el estado que inició una campaña de secuestros y asesinatos de terroristas en el sur de Francia.
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