sábado, 16 de enero de 2010

España, una nueva historia (35)


En la década de 1020, tras un período de agitaciones internas en Cataluña, el conde Berenguer Ramón I, con el beneplácito de los nobles que solían intervenir como árbitros en los numerosos pleitos por los derechos de propiedad de las tierras, concedió una carta de franquicias a aquellos ciudadanos de Barcelona que llevaban años reivindicando la autonomía, o el autogobierno, un grado de libertad política que les pemitiera gestionar sus asuntos internos, controlar sus tribunales, dirigir sus elecciones y tomar resoluciones de carácter local. Durante los siglos posteriores se redefiniría constantemente dónde debía empezar y acabar este grado de libertad: lo harían el rey Alfonso II en el siglo XII y el rey Jaime I en el siglo XIII. La razón principal de esta exigencia de autonomía ciudadana se debió a la existencia de poderes lo bastante fuertes como para infringirla; los nobles y los guerreros de la frontera articulaban un sistema social basado en las relaciones personales, en el homenaje y el vasallaje que en cierto modo cuestionaba el sistema de valores de estos ciudadanos propietarios de tierras. Además de la autonomía, exigieron la igualdad ante la ley, y que ningún individuo pudiera situarse por encima de ella, ni siquiera perteneciendo a alguno de los grandes linajes del momento. No era un concepto democrático como podemos entenderlo hoy, pero avanzaba en esa dirección.

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